Jerónimo Arbolanche y su villancico «Cantaban las aves…»

Jerónimo ArbolancheYa en alguna entrada anterior me había ocupado del escritor Jerónimo Arbolanche[1] (Tudela, hacia 1546-Tudela, 1572) y de su única obra conocida, Los nueve libros de Las Abidas (Zaragoza, en casa de Juan Millán, 1566), que es un largo poema narrativo formado por unos once mil versos (la mayoría de ellos endecasílabos blancos)[2]. Se trata de una pieza que se construye con materiales de muy heterogénea procedencia: en ella se mezclan elementos de la novela pastoril, la bizantina, la caballeresca, el poema mitológico-bucólico, pero se introducen también rasgos épicos, líricos, alegóricos, digresiones eruditas y geográficas, etc. En Las Abidas el escritor navarro reelabora el único mito turdetano que se conserva íntegro a través de la narración de Trogo Pompeyo abreviada por Justino (libro XLIX, cap. IV), la historia de Abido, nacido de la relación incestuosa del rey Gárgoris con su hija. Al nacer el príncipe, el rey ordena arrojarlo al mar, pero es salvado de las aguas por orden del dios Neptuno; amamantado en una cueva por una cierva, Abido es prohijado por el pastor Gorgón y se cría entre pastores en el campo, circunstancia que da pie a la inclusión de numerosos episodios bucólico-sentimentales, que conforman el entramado principal de la obra. El príncipe vive «con traje pastoril y bajo oficio» (fol. 70v) hasta que en el libro noveno se produce la anagnórisis final (posible gracias a unas señales que oportunamente se le hicieron en el brazo al nacer): entonces Abido es reconocido por el rey como hijo suyo y recupera su alta posición y la condición de heredero del trono de Tartesia.

Cabe decir que el del poeta tudelano fue un intento —fallido, ciertamente— en el camino de integración de los distintos géneros y estilos narrativos de la época, intento que culminaría felizmente Cervantes en 1605 (año de publicación de la primera parte del Quijote). Precisamente el ingenio complutense, en su célebre Viaje del Parnaso (1614), presenta a Arbolanche encabezando los ejércitos de los malos poetas que luchan contra los buenos en el asalto al monte Parnaso[3]. El tudelano, ciertamente, no logró la armoniosa integración de todos los materiales insertos en su libro, pero se adelantó cuatro décadas a Cervantes en el empeño. «Un “raro” busca la fama» titulaba González Ollé el capítulo que en 1989 dedicaba a Arbolanche en su Introducción a la historia literaria de Navarra. Sea como sea, este estudioso, al igual que otros críticos, ha puesto de manifiesto la habilidad del escritor tudelano en el manejo del metro corto: «Arbolanche es buen versificador y hasta excelente poeta al emplear versos cortos. La facilidad, frescura y gracia de sus poesías tradicionales lo prueban cumplidamente»[4].

Esas poesías de tono lírico y tema fundamentalmente amoroso se insertan en el contexto de las historias sentimentales —amores, rivalidades, celos, ausencia…— protagonizadas por diversos pastores en Las Abidas. Un magnífico ejemplo de ese buen hacer de Arbolanche en los metros tradicionales de arte menor lo tenemos en el hermoso villancico[5] que comienza «Cantaban las aves…», el cual desarrolla como motivo central la imagen tópica de la herida de amor. El texto se localiza en el Libro V: el eco ha llevado hasta el pastor Pascanio los lamentos amorosos de Abido tras la desgraciada muerte de la ninfa Isabela, de la que se había enamorado súbitamente, y el villancico entonado por Pascanio constituye el comentario de tales quejas de amor. Por lo demás, la sencillez, gracia y musicalidad de estos versos hexasílabos hacen que el texto no requiera mayor comentario. El villancico muestra la simpatía que se establece entre el pastor enamorado que canta sus penas y los elementos de la naturaleza, en este caso las aves (y, en concreto, el ruiseñor), los peces, los robles[6], los ríos, montes, prados y fuentes:

Cantaban las aves
con el buen pastor,
herido de amor.

Si en la primavera
canta el ruiseñor,
también el pastor
que está en la ribera
con herida fiera,
con grande dolor,
herido de amor.

Los peces gemidos
dan allá en la hondura;
el viento murmura
en robres crecidos,
los cuales movidos
siguen al pastor,
herido de amor.

Los claros corrientes,
montes y collados,
praderas y prados,
cristalinas fuentes
estaban pendientes
oyendo el pastor,
herido de amor[7].

Como vemos, todos los elementos de la naturaleza están pendientes de los lamentos de este pastor «herido de amor» (el movidos del v. 15 quiere decir ‘conmovidos, apenados’). Para este motivo, que remite en última instancia al mito de Orfeo (la tristeza de su música, tras la pérdida de su amada Eurídice, logró apenar a ríos, peñas, árboles y fieras), podemos recurrir también al modelo garcilasista, tanto en el soneto XV, «Si quejas y lamentos pueden tanto / que enfrenaron el curso de los ríos…» como en los vv. 197-206 de la Égloga I, en boca de Salicio: «Con mi llorar las piedras enternecen / su natural dureza y la quebrantan…».


[1] Esta entrada forma parte del proyecto de investigación Modelos de vida y cultura en la Navarra de la modernidad temprana, dirigido por Ignacio Arellano, que cuenta con una ayuda de la Fundación Caja Navarra, «Convocatoria de ayudas para la promoción de la Investigación y el Desarrollo 2015», Área de Ciencias Humanas y Sociales.

[2] Para el autor y su obra, hay que remitir sobre todo al monumental trabajo de Fernando González Ollé: Jerónimo Arbolanche, Las Abidas, Madrid, CSIC, 1969-1972, 2 vols., que incluye el estudio y la edición facsimilar de la obra, además de un vocabulario y notas.

[3] Ver Cervantes, Viaje del Parnaso, ed. y comentarios de Miguel Herrero García, Madrid, CSIC, 1983, VII, vv. 91-93 y 178-183.

[4] Fernando González Ollé, Introducción a la historia literaria de Navarra, Pamplona, Gobierno de Navarra, 1989, p. 96. Marcelino Menéndez Pelayo, Orígenes de la novela, vol. II, Novelas sentimental, bizantina, histórica y pastoril, Madrid / Santander, CSIC / Aldus, 1943, p. 164, calificaba los versos cortos de Arbolanche como «fáciles, melodiosos y de apacible sencillez»; José Ramón Castro, Autores e impresos tudelanos. Siglos XV-XX, Madrid / Pamplona, CSIC / Institución «Príncipe de Viana», 1964, p. 43a, afirmaba que «tienen una dulzura, sentimientos y armonía que en nada envidian a lo mejor de Jorge de Montemayor»; y ya antes Rodolfo Schevill y Adolfo Bonilla, en su edición del cervantino Viaje del Parnaso, Madrid, Gráficas Reunidas, 1922, pp. 188-189, habían dejado escrito: «No es Arbolanche poeta despreciable, a pesar de las burlas de Cervantes, del canónigo sevillano Pacheco y de otros (como Villalba y Estaña, en su Pelegrino curioso)».

[5] En su tesis doctoral Elementos líricos en «Las Abidas» (1566) de Jerónimo Arbolanche, Pamplona, Universidad de Navarra, 2015 (realizada bajo mi dirección), María Francisca Pascual Fernández localiza y estudia un total de 26 villancicos en la obra. Para el subgénero del villancico, baste remitir al trabajo clásico de Antonio Sánchez Romeralo, El villancico. Estudios sobre la lírica popular en los siglos XV y XVI, Madrid, Gredos, 1969; o al más reciente de Isabella Tomassetti, Mil cosas tiene el amor. El villancico cortés entre Edad Media y Renacimiento, Kassel, Reichenberger, 2008.

[6] En el v. 14, robres es disimilación por robles; en cuanto a la concordancia claros corrientes del v. 18, en modo alguno resulta extraña en la lengua clásica.

[7] Las Abidas, Zaragoza, en casa de Juan Millán, 1566, fols. 92v-93v. El texto ha quedado recogido en diversos repertorios y antologías, por ejemplo en José María Alín, Cancionero español de tipo tradicional, Madrid, Taurus, 1968, núm. 510, pp. 587-588; y en José Manuel Blecua, Poesía de la Edad de Oro, vol. I, Renacimiento, 3.ª ed., Madrid, Castalia, 1984, núm. 250, p. 347. Por mi parte, lo incluí en mi libro Poetas navarros del Siglo de Oro, Pamplona, Fundación Diario de Navarra, 2003, p. 22. Un detallado comentario de este poema puede verse en María Francisca Pascual Fernández, «Jerónimo de Arbolanche: el pastor herido de amor», en Carlos Mata Induráin, Adrián J. Sáez y Ana Zúñiga Lacruz (eds.), «Festina lente». Actas del II Congreso Internacional «Jóvenes Investigadores Siglo de Oro» (JISO 2012), Pamplona, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, 2013, pp. 363-375.

«Vivo sin vivir en mí», de Santa Teresa de Jesús

Continuaremos hoy el examen de las poesías de Santa Teresa de Jesús recordando una de sus composiciones más famosas y conocidas, la que glosa «Vivo sin vivir en mí…». Pero antes recordaremos lo que sobre su producción poética en general han escrito Felipe Pedraza Jiménez y Milagros Rodríguez Cáceres:

Tiene, además, algunas composiciones en verso. Son, casi siempre, cancioncillas hechas con motivo de alguna festividad religiosa o para alegrar a sus monjas. Existen testimonios coetáneos de la gran facilidad y gracia que tenía la santa para improvisar este tipo de versos.

En realidad son muy pocas; se llegan a computar unas cuarenta pero la atribución de la mayor parte de ellas es más que dudosa. El motivo de esta inseguridad hay que buscarlo en que no estaban destinadas a la impresión sino que circulaban por tradición oral entre los conventos de la orden. No se recopilaron hasta el siglo XVIII.

Son glosas, canciones y villancicos escritos en metros tradicionales. Muchas veces aprovecha estribillos religiosos o profanos trasladados a lo divino. En ellas aparecen todos los temas tópicos de los cancioneros de los siglos XV y XVI: el cazador, el alba y la vela de amor, el servicio amoroso…, así como las antítesis de las que tanto gusta el género.

La más celebre es una glosa de «Vivo sin vivir en mí» y el villancico «Véante mis ojos», pero tanto una como otro son de dudosa atribución. En cualquier caso, las poesías que se le atribuyen, aunque algunas no sean suyas, responden perfectamente a su estilo personal[1].

Santa Teresa de Jesús

Sobre el «Vivo sin vivir en mí» explica el padre Tomás Álvarez que es

Poema compuesto sobre la base de una letrilla vuelta a lo divino. Las estrofas glosan varios pensamientos o sentimientos «paulinos» que la Autora vive intensamente como propios. El poema es probablemente coetáneo del que compuso san Juan de la Cruz, inspirado en la misma letrilla (hacia 1572)[2].

Su texto dice así:

Vivo sin vivir en mí,
y tan alta vida espero,
que muero porque no muero.

Vivo ya fuera de mí,
después que muero de amor;
porque vivo en el Señor,
que me quiso para sí;
cuando el corazón le di
puso en él este letrero:
que muero porque no muero.

Esta divina prisión,
del amor en que yo vivo,
ha hecho a Dios mi cautivo,
y libre mi corazón;
y causa en mí tal pasión
ver a Dios mi prisionero,
que muero porque no muero.

¡Ay, qué larga es esta vida!
¡Qué duros estos destierros,
esta cárcel, estos hierros
en que el alma está metida!
Solo esperar la salida
me causa dolor tan fiero,
que muero porque no muero.

¡Ay, qué vida tan amarga
do no se goza el Señor!
Porque si es dulce el amor,
no lo es la esperanza larga;
quíteme Dios esta carga,
más pesada que el acero,
que muero porque no muero.

Solo con la confianza
vivo de que he de morir,
porque muriendo el vivir
me asegura mi esperanza;
muerte do el vivir se alcanza,
no te tardes, que te espero,
que muero porque no muero.

Mira que el amor es fuerte;
vida, no me seas molesta,
mira que solo me resta
para ganarte perderte.
Venga ya la dulce muerte,
el morir venga ligero,
que muero porque no muero.

Aquella vida de arriba,
que es la vida verdadera,
hasta que esta vida muera,
no se goza estando viva;
muerte, no me seas esquiva;
viva muriendo primero,
que muero porque no muero.

Vida, ¿qué puedo yo darle
a mi Dios que vive en mí,
si no es el perderte a ti,
para merecer ganarle?
Quiero muriendo alcanzarle,
pues tanto a mi Amado quiero,
que muero porque no muero[3].


[1] Felipe Pedraza Jiménez y Milagros Rodríguez Cáceres, Manual de literatura española, vol. II, Renacimiento, Tafalla, Cénlit, 1980, p. 485.

[2] En Santa Teresa de Jesús, Obras completas, ed. de Tomás Álvarez, 16.ª ed., Burgos, Monte Carmelo, 2011, p. 1356, nota.

[3] Cito por Santa Teresa de Jesús, Obras completas, ed. de Tomás Álvarez, núm. 1, pp. 1356-1357, con ligeros retoques en la puntuación.

Teresa de Jesús, una santa «trazadora de versos»

Santa Teresa de Jesús, cuyo quinto centenario del nacimiento estamos celebrando a lo largo de este año 2015, tuvo fama ya en su tiempo de ser buena «trazadora de versos»; ella misma decía que, «con no ser poeta», necesitaba cantar a través de sus versos la hermosura de Jesucristo. Esas composiciones poéticas que salieron de su pluma las escribía —siempre sobre temas piadosos— para entretener a sus monjas o aliviar la monotonía y el cansancio de los numerosos viajes que realizó la andariega de Dios. Muchas le han sido atribuidas por la tradición, pero resulta difícil saber cuántas y cuáles son realmente suyas y cuáles no. Parece que escribió siempre en metros cortos, populares, fuera de la línea iniciada por Garcilaso, a pesar de que esta fue seguida por otros grandes escritores espirituales como fray Luis de León y san Juan de la Cruz.

San Fernando y Santa Teresa

Su poema más famoso seguramente sea el que glosa la letrilla «Vivo sin vivir en mí…», que expresa su sed de eternidad en unión con la divinidad. Muy conocidos son también estos otros versos suyos:

Nada te turbe,
nada te espante,
todo se pasa,
Dios no se muda,
la paciencia
todo lo alcanza.
Quien a Dios tiene,
nada le falta.
Solo Dios basta[1].

Anota Tomás Álvarez que

Es letrilla que llevaba consigo la Santa en su breviario, al morir en Alba de Tormes (1582). Existe una extensa glosa poética de esta letrilla, pero no hay indicios de que también esa glosa sea de la Santa.

En fin, terminaremos por hoy —pero habrá nuevas ocasiones de volver sobre la producción poética de santa Teresa— recordando su poema «Vuestra soy, para Vos nací: / ¿qué mandáis hacer de mí?». Este texto constituye la mejor expresión de una vida entendida como don del amor de Dios y como ofrenda a Él; aquí, en efecto, el yo lírico se entrega, poniéndose por entero en las manos de Dios:

Vuestra soy, para Vos nací:
¿qué mandáis hacer de mí?

Soberana Majestad,
eterna sabiduría,
bondad buena al alma mía;
Dios alteza, un ser, bondad,
la gran vileza mirad
que hoy os canta amor así:
¿qué mandáis hacer de mí?

Vuestra soy, pues me criastes,
vuestra, pues me redimistes,
vuestra, pues que me sufristes,
vuestra, pues que me llamastes,
vuestra, porque me esperastes,
vuestra, pues no me perdí:
¿qué mandáis hacer de mí?

¿Qué mandáis, pues, buen Señor,
que haga tan vil criado?
¿Cuál oficio le habéis dado
a este esclavo pecador?
Veisme aquí, mi dulce Amor,
Amor dulce, veisme aquí:
¿qué mandáis hacer de mí?

Veis aquí mi corazón,
yo le pongo en vuestra palma,
mi cuerpo, mi vida y alma,
mis entrañas y afición;
dulce Esposo y redención,
pues por vuestra me ofrecí,
¿qué mandáis hacer de mí?

Dadme muerte, dadme vida,
dad salud o enfermedad,
honra o deshonra me dad,
dadme guerra o paz crecida,
flaqueza o fuerza cumplida,
que a todo digo que sí:
¿qué mandáis hacer de mí?

Dadme riqueza o pobreza,
dad consuelo o desconsuelo,
dadme alegría o tristeza,
dadme infierno o dadme cielo,
vida dulce, sol sin velo,
pues del todo me rendí:
¿qué mandáis hacer de mí?

Si queréis, dadme oración;
si no, dadme sequedad,
si abundancia y devoción,
y si no esterilidad.
Soberana Majestad,
solo hallo paz aquí:
¿qué mandáis hacer de mí?

Dadme, pues, sabiduría,
o, por amor, ignorancia;
dadme años de abundancia,
o de hambre y carestía;
dad tiniebla o claro día,
revolvedme aquí y allí,
¿qué mandáis hacer de mí?

Si queréis que esté holgando,
quiero por amor holgar.
Si me mandáis trabajar,
morir quiero trabajando.
Decid, ¿dónde, cómo y cuándo?
Decid, dulce Amor, decid:
¿qué mandáis hacer de mí?

Dadme Calvario o Tabor,
desierto o tierra abundosa;
sea Job en el dolor,
o Juan que al pecho reposa;
sea viña fructuosa,
o estéril, si cumple así:
¿qué mandáis hacer de mí?

Sea José puesto en cadenas,
o de Egipto adelantado,
o David sufriendo penas,
o ya David encumbrado;
sea Jonás anegado,
o libertado de allí:
¿qué mandáis hacer de mí?

Esté callando o hablando,
haga fruto o no le haga,
muéstreme la ley mi llaga,
goce de Evangelio blando;
esté penando o gozando,
solo Vos en mí vivid:
¿qué mandáis hacer de mí?

Vuestra soy, para Vos nací:
¿qué mandáis hacer de mí?[2]


[1] Cito por Santa Teresa de Jesús, Obras completas, ed. de Tomás Álvarez, 16.ª ed., Burgos, Monte Carmelo, 2011, p. 1368.

[2] Cito por Santa Teresa de Jesús, Obras completas, ed. de Tomás Álvarez, pp. 1358-1360, con ligeros retoques en la puntuación. El editor explica en nota al pie: «Poema que […] tiene amplias resonancias paulinas. Está inspirado en la palabra y el gesto de san Pablo en el camino de Damasco: «Señor, ¿qué queréis que haga?». Ya en Vida había expresado la Santa reiteradamente ese sentimiento: «Vuestra soy, disponed de mí…» (V. 21,5)».

Vida y obras de fray Diego de Estella (1524-1578)

La prosa ascético-mística está representada, en el caso de los escritores navarros, por fray Diego de Estella, Pedro Malón de Echaide y Leonor de Ayanz. A estos tres autores en castellano se les sumará, ya en el siglo XVII, Pedro de Axular, cuyo idioma de expresión es el vascuence. No sin cierta exageración escribía José Zalba que

Junto a los nombres de los Luises de Granada y de León, de Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz y Fr. Juan de los Ángeles, que tanto sublimaron la mística y la ascética, tenemos en Navarra dos que no desmerecen de aquéllos: son el franciscano Fr. Diego de Estella y el agustino Fr. Pedro Malón de Echaide[1].

Hoy repasaré la vida y obras del primero de ellos, fray Diego de Estella.

Fray Diego de Estella

La situación que conoció Estella en el siglo XVI, tras las guerras civiles y episodios bélicos de la centuria anterior en Navarra, era de bonanza. Existía en la ciudad un estudio de Gramática y funcionaba una imprenta instalada a instancias de Miguel de Eguía. Tal sería el lugar de nacimiento del franciscano fray Diego de Estella (Estella, 1524-Salamanca, 1578), conocido especialmente como autor del Libro de la vanidad del mundo. Su nombre en el siglo era Diego de San Cristóbal-Ballesteros y Cruzat de Ortiz Eguía y Jaso. Estudió en la Universidad de Toulouse, cuyas aulas frecuentaban muchos estudiantes navarros, y Teología en Salamanca, donde coincidió con fray Luis de León y Francisco de Vitoria. Teólogo de Felipe II, se incorpora a su Corte entre 1565 y 1569 y en ella fue predicador y consultor. Más tarde se distanció del monarca por el dispendio que suponían las obras de El Escorial.

Sus obras escritas en castellano son Tratado de la vida, loores y excelencias del glorioso Apóstol y bienaventurado Evangelista San Juan (Lisboa, 1554), Libro de la vanidad del mundo (Toledo, 1562; Salamanca, 1574 y Salamanca, 1576) y Meditaciones devotísimas del amor de Dios (Salamanca, 1576); mientras que entre sus títulos latinos se cuentan In Sacrosanctum Jesu Christi Domini Nostri Evangelium secundum Lucam Enarrationes (Salamanca, 1574-1575); Modus concionandi et explanatio in Psalmum centesimum trigesimum sextum (Super Flumina) (Salamanca, 1576).

En su Libro de la vanidad del mundo, que fray Diego dedica a doña Juana, infanta de las Españas y princesa de Portugal, reflexiona el franciscano sobre las frivolidades mundanas, que son «vanidad de vanidades». La obra consta de tres partes, de cien capítulos cada una. Cien son también las Meditaciones devotísimas del amor de Dios, que Menéndez y Pelayo, «tan adverso de ordinario a los escritores navarros» en opinión de Zalba[2], elogia indicando que son «un braserillo de encendidos afectos». A juicio de su editor moderno, se trata de «uno de los libros más hondos, más regalados y elocuentes que se han escrito en castellano»[3]. Ricardo León ha destacado, en efecto, su alegría vehemente y su impulso lírico, frente al «seco y prolijo tratado» de «amarga sabiduría» que es el Libro de la vanidad del mundo, obra sin embargo de fray Diego mucho más popular y difundida:

Las Meditaciones devotísimas —opina— constituyen un florilegio teológico, una filosofía del Amor, pero no en forma abstracta, según los procedimientos de la Escuela, sino al modo espontáneo, artístico y familiar, henchido de emoción, extasiado en el sentimiento de la naturaleza, lleno de imágenes sensibles, con que gustan expresar sus amartelados pensamientos los discípulos del Santo de Asís. Obra a la vez de ciencia y de arte, de poesía y de piedad, es un breviario para todas las almas, lo mismo para aquellas que siguen caminos de perfección como para esotras avezadas a los aires del siglo y que han menester para probar tales manjares, para asimilar tan altas doctrinas, el exquisito aderezo, la culta elegancia de una sabrosa conversación. Cada una de estas cien Meditaciones ofrece un tema espiritual enunciado con candorosa sencillez y desenvuelto libremente como al través de una amorosa plática, de una tierna divagación, a los pies del Amado celestial. Charlando así, con todos los donaires, los requiebros, las copiosas figuras, las exclamaciones ardientes, las mil felices comparanzas de esta lengua española que parece inventada por los ángeles para el amor de Dios y de los hombres, va Fray Diego de Estella engarzando en los puntos de su pluma los más finos diamantes, los más sutiles conceptos de esa eterna Filosofía de la voluntad en que el genio español se anticipó en los siglos a las más agudas aspiraciones del presente[4].

Llama la atención también sobre su actualidad y la riqueza de su contenido. En suma, a lo largo de las cien meditaciones, desde la primera («Cómo todo lo criado nos convida al amor del Criador») hasta la última («De la gloria que alcanzarán los que aman a Dios»), fray Diego pondera los beneficios del amor a Dios y de sus recompensas, en una prosa natural y elegante.

Zalba elogiaba la prosa de fray Diego afirmando tajante que aventaja a la de fray Luis de León «en precisión y variedad de la frase, y en estas cualidades, así como en la claridad y facilidad, a ninguno reconoce ventaja»[5]. Pero no es el único crítico en mostrarse tan entusiasta: «Todas las obras del P. Estella son notabilísimas por la alteza de sus conceptos y la hermosura de su expresión literaria, de tal modo que no hallo reparo cierto en poner a su autor a la par de los más insignes místicos de su época», ha escrito Catalina García. Y, por su parte, E. Ochoa refiere:

El estilo de este ascético no brilla por la pompa ni por la elegancia, sino por la pureza y corrección. Tal vez peca de monótono, defecto común de nuestros autores místicos; mas, como quiera, es entre ellos uno de los más justamente apreciados, no sólo por su erudición y alta doctrina, sino también por la excelencia de su lenguaje[6].


[1] José Zalba, «Páginas de la historia literaria de Navarra», Euskalerriaren Alde, XIV, 1924, p. 350.

[2] Zalba, «Páginas de la historia literaria de Navarra», p. 351.

[3] Ricardo León, «Prólogo» a Meditaciones devotísimas del Amor de Dios hechas por fray Diego de Estella de la orden de San Francisco y ahora nuevamente impresas, Madrid, Imprenta de Miguel Albero-Renacimiento, 1920, p. IX.

[4] León, «Prólogo» a Meditaciones devotísimas, pp. XI-XII.

[5] Zalba, «Páginas de la historia literaria de Navarra», p. 351.

[6] Hay una edición moderna de las Meditaciones devotísimas (1920), por Ricardo León, y otras del Modo de predicar y Modus Concionandi (1951) y del Libro de la vanidad del mundo (1980), debidas estas dos últimas a Pío Sagüés Azcona, con interesantes estudios preliminares. En 2002 Iñaki Pérez Ibáñez preparó un Florilegio de las Meditaciones y la Vanidad del mundo (Pamplona, Fundación Diario de Navarra, 2002), con un prólogo titulado «Fray Diego de Estella, un franciscano predicador, místico y asceta». Ver además Carlos Mata Induráin, «Un acercamiento a fray Diego de Estella (1524-1578)», Pregón Siglo XXI, núm. 26, Invierno de 2005, pp. 29-32.

Jerónimo Arbolanche, un poeta navarro que exasperó a Cervantes

Jerónimo Arbolanche[1] (Tudela, h. 1546-1572) es uno de los malos poetas que Miguel de Cervantes, en su célebre Viaje del Parnaso, presenta encabezando los ejércitos que luchan contra los buenos literatos:

El fiero general de la atrevida
gente, que trae un cuervo en su estandarte,
es Arbolánchez, muso por la vida (VII, vv. 91-93).

Y poco después el autor del Quijote se refiere a la única obra conocida del navarro, Las Abidas (Zaragoza, en casa de Juan de Millán, 1566), con estas significativas palabras:

En esto, del tamaño de un breviario,
volando un libro por el aire vino,
de prosa y verso, que arrojó el contrario.

De verso y prosa el puro desatino
nos dio a entender que de Arbolanches eran
Las Abidas, pesadas de contino (VII, vv. 178-183).

De hecho, si el nombre de Jerónimo Arbolanche resulta conocido, ello se debe en buena medida a esta doble alusión cervantina. Su obra apenas ha merecido atención por parte de la crítica, con una notable excepción: me refiero a la edición facsímil de Las Abidas preparada por Fernando González Ollé[2], que publicó acompañada de un exhaustivo estudio que se completaba con un vocabulario y la pertinente anotación. Puede afirmarse que el trabajo de González Ollé sirvió para recuperar la figura de este olvidado escritor para el panorama literario navarro y español.

Tal vez merezca la pena detenerse brevemente en el comentario de las mencionadas críticas cervantinas. El ingenio complutense hace de Arbolanche el caudillo de los poetastros que asaltan el Parnaso agrupados bajo un estandarte que ostenta un negro cuervo, que es ave de mal agüero cuya ronca voz se opone además al suave y armonioso canto del cisne[3]. Siguiendo a Menéndez Pelayo[4], la crítica —que, en realidad, se reduce prácticamente a los comentaristas y anotadores del Viaje del Parnaso— ha señalado como errores de Cervantes sus indicaciones con respecto al tamaño del libro de Arbolanche (Rodríguez Marín apunta que no abultan demasiado las 184 páginas de Las Abidas) y a su condición de obra en prosa y verso. Respecto a los sintagmas «de prosa y verso» y «de verso y prosa», el mismo Rodríguez Marín aventuraba que Cervantes quizá escribió de prosiverso y de versiprosa, porque «a la verdad, los versos de Arbolanche, y especialmente sus endecasílabos sueltos o blancos, parecen prosa por la ausencia absoluta de espíritu poético, y aun son prosa muchas veces por falta de medida y de cadencia»[5].

Por lo que toca a la creación muso por la vida, no cabe duda de que debemos interpretarla como una alusión despectiva que significaría algo así como ‘ruin poetastro de por vida, mal poeta durante toda la vida’. Pero la cuestión es algo más compleja, como sugirió González Ollé, quien en un trabajo de 1963 explica que en esa expresión se dan simultáneamente dos valores, el temporal y el causal: «Pero en la vida, Cervantes ha jugado intencionalmente con la aglutinación fónica, no gráfica, del artículo al sustantivo, de modo que puede interpretarse como l’avida, la Avida»[6]. Entonces, si se acepta esta dilogía de la vida, «el verso en cuestión encierra una dualidad de sentido: Arbolanche, muso durante toda su vida y a causa de su obra literaria»[7], a causa de Las Abidas.

A continuación González Ollé comentaba el significado y posibles orígenes de la extraña palabra muso. La crítica había señalado que se trataba de una creación jocosa a partir de musa, porque un recurso cómico bien conocido consiste en hacer despectiva una palabra cambiando su género, y existen ejemplos similares en la obra cervantina: «ni vi monte ni monta» (en el propio Viaje del Parnaso, VIII, v. 245), «ínsulos ni ínsulas» (Quijote, I, 26), «ya no hay Triste Figura: el figuro sea el de los Leones» (Quijote, II, 30). Sin descartar en absoluto la interpretación muso ‘mal poeta’, González Ollé documenta otro valor para esa palabra, el de ‘apocado, tímido, cobarde’, por un lado, y también el de ‘hipócrita, ladino, mátalas callando’, y señala: «Pues bien, la segunda de estas dos acepciones no sólo cuadra perfectamente a Arbolanche, sino que la inquina de Cervantes contra él bien pudiera estar suscitada a causa de su condición de tal»[8]. Y argumenta esta hipótesis recordando que en la epístola preliminar de Arbolanche en respuesta a su maestro Melchor Enrico, puesta al frente de Las Abidas, el navarro pasa revista a diversos autores griegos, latinos, italianos y españoles:

Es un alarde de vana erudición y claro cinismo, pues las continuas protestas de modestia personal se dirigen a patentizar los defectos que él encuentra en los demás escritores. […] Con monótona insistencia repite Arbolanche juicios […] a propósito de muchos y muy diversos autores. Se comprenderá, pues, fácilmente, que no faltaba motivo a Cervantes para tachar de hipócrita, maldiciente, etc. a Arbolanche, como bastantes años antes lo habían hecho ya otros escritores, a raíz de la publicación de Las Havidas[9].

En efecto, el canónigo sevillano Francisco Pacheco, en su Sátira apologética en defensa del divino Dueñas, lo había mencionado como modelo de desconsideración respecto a obras meritorias:

¡Oh, bárbara maldad! ¡Que al grave Sánchez
aún no le hayan bastado sus Comentos
más que si fuera un Tulio a un Arbolánchez! […]
¡Y espántase que el cielo landres llueve,
que Avidas, Caroleas y Dianas,
y otros monstruos la tierra estéril lleve!

También encontramos la acusación de calumnia e hipocresía en fray Tomás de Quixada, en una poesía preliminar a la obra de Bartolomé de Villalba y Estaña, El Pelegrino curioso y grandezas de España:

Quiero dejar los supremos poetas
que Arbolanche los haya disfamado,
que por vías calladas e indiretas
sus errores o culpas ha sacado,
y en sus Avidas, simples, mal perfetas,
a todos uno a uno ha bien cachado.

A la vista de estas acusaciones, encaja perfectamente la interpretación de muso no como sustantivo (femenino jocoso a partir de musa), sino como adjetivo ‘hipócrita, maldiciente, difamador’, sobre todo si se tiene en cuenta la sugerida dilogía de la vida / l’Avida. «En conclusión —apostilla González Ollé—, el verso discutido puede interpretarse […] del modo siguiente: Arbolanche, maldiciente (y poetastro) durante toda su vida (a causa de Las Havidas)»[10].

Cuestión distinta, aunque íntimamente relacionada con la anterior, sería la de intentar dilucidar las razones que pudo tener Cervantes para tan feroz ataque contra el navarro. Esta es la opinión de Herrero García:

En 1566 apareció impreso en Zaragoza el libro del poeta tudelano Jerónimo Arbolanche. Es de presumir que tuviese veinte años. Tendría, pues, en las fechas en que Cervantes escribía su Viaje, unos sesenta y siete años, o más. Vivía desde luego, según el intento cervantino de no nombrar poetas fallecidos. Era, por la cuenta, coetáneo de Cervantes. Ahora bien, ¿qué le movió a mostrarse tan severo, o mejor dicho, despiadado con el poeta navarro? Algo, quizás, ajeno a la poesía y al mérito del libro de Arbolanche. Los eruditos han notado que Cervantes no conocía el poema que tan ferozmente reprueba. Podemos explicar los hechos así. Colocado el autor del Viaje en la necesidad de buscar un nombre para corifeo de los malos poetas, dio con el de Arboleda por reminiscencias de lecturas anteriores. Él recordaba que Pacheco en su Sátira contra la poesía había enumerado las Abidas entre los monstruos que la estéril tierra lleva. También tenía la especie de que Barahona de Soto había censurado, refiriéndose al autor de las Abidas, a los vates que se retratan coronados de laurel al principio de sus obras. Tratábase, además, de un poeta alejado de la corte, que hacía muchos años había dejado el trato con las musas, que se había malquistado con el genus irritabile por sus nada respetuosos conceptos acerca de los poetas, estampados en la carta dedicatoria de su obra. Por todo lo cual, Cervantes creyó de perlas semejante sujeto para su propósito, y echó mano de él, equivocándose dos veces [en] el nombre (Arbolánchez y Arbolanches), equivocándose en el tamaño del libro y en el estilo de su contenido[11].

Asimismo, González Ollé se refiere a los motivos que llevaron a Cervantes a convertir a Arbolanche en el «fiero capitán de la atrevida gente»:

A Cervantes, tan indulgente en sus juicios sobre los ingenios contemporáneos, tenía que desagradarle la actitud de Arbolanche, atento únicamente a descubrir defectos y plagios. En cierto modo, el Viaje del Parnaso, escrito medio siglo después de Las Havidas, constituye una antítesis del criticismo malintencionado de Arbolanche. Como, por otra parte, en contraste con su petulancia inicial, la calidad poética de su obra resulta muy deficiente, creo que estas dos razones (crítica altanera y maliciosa de las obras ajenas; escaso valor de la propia) son las determinantes de que Arbolanche aparezca como jefe de los malos poetas en su lucha con los buenos. Lo dicho permite también comprender la «desusada indignación», que Menéndez y Pelayo no podía explicarse, con que Cervantes procedió en el caso de Arbolanche[12].

Con independencia de la dureza del ataque cervantino y sus razones (en otra ocasión se podría volver sobre ello), no puede negarse que Las Abidas resulta una obra curiosa y, cuando menos, interesante. «Un “raro” busca la fama» titulaba González Ollé el capítulo que en 1989 dedicaba a Arbolanche en su Introducción a la historia literaria de Navarra. Fue el del poeta tudelano un intento —fallido, ciertamente— en el camino de integración de los distintos géneros y estilos narrativos de la época, intento que felicísimamente culminaría en 1605 el ingenio complutense en su inmortal Quijote. Arbolanche no logró la armoniosa integración de todos sus materiales, pero se adelantó cuatro décadas a Cervantes en el empeño. En el mismo sentido se ha expresado Romera:

Salvando las necesarias distancias, el empeño de Arbolanche se asemeja (y se anticipa) al de Cervantes en cuanto que ambos intentaron con distinta fortuna integrar los principales géneros de ficción vigentes en la época. Pero en el caso de Las Abidas, escrita por Arbolanche a los veinte años de edad, el resultado es farragoso, desequilibrado, abrumadoramente erudito y cargado de elementos superfluos. Es admirable, no obstante, la exhibición de conocimientos humanísticos y literarios del autor tudelano, empañada por una vanidad sin freno que subordina la intención poética al alarde ornamental[13].


[1] Su apellido se cita en ocasiones con variantes: Arbolancha, Arbolanches, de Arbolancha, de Arbolanche, de Arbolanches, etc. Sobre el autor, véanse sobre todo los trabajos de F. González Ollé: «Lengua y estilo en Las Abidas de Jerónimo Arbolanche», Príncipe de Viana, 106-107, 1967, pp. 21-60; su edición, estudio, vocabulario y notas a Jerónimo Arbolanche, Las Abidas, Madrid, CSIC, 1969-1972, dos vols.; y su Introducción a la historia literaria de Navarra, Pamplona, Gobierno de Navarra, 1989, pp. 87-101. También los de L. del Campo Jesús, Jeronimo de Arbolancha. Su vida y su obra, prólogo de Leopoldo Cortejoso, Pamplona, La Acción Social, 1964 y Jerónimo de Arbolancha, Pamplona, Diputación Foral de Navarra, 1975, col. «Navarra. Temas de Cultura Popular», núm. 230; J. R. Castro, Autores e impresos tudelanos. Siglos XV-XX, Madrid-Pamplona, CSIC-Institución «Príncipe de Viana», 1964, pp. 40-47; y F. Salinas Quijada, Navarros universales: Sancho el Fuerte, Bartolomé de Carranza, Martín de Azpilcueta y Francisco de Javier, Jerónimo de Arbolancha,Pamplona, ed. del autor con colaboración del Gobierno de Navarra, 1991, pp. 163-216. En la actualidad, María Francisca Pascual Fernández realiza su tesis doctoral sobre Arbolanche en la Universidad de Navarra, bajo mi dirección.

[2] Jerónimo Arbolanche, Las Abidas, edición, estudio, vocabulario y notas de Fernando González Ollé, Madrid, CSIC, 1969-1972. En este trabajo citaré por este facsímil, pero modernizando las grafías.

[3] Miguel de Cervantes Saavedra, Viaje del Parnaso, ed. y comentarios de Miguel Herrero García, Madrid, CSIC, 1983, p. 802.

[4] «Ni Las Avidas tienen el tamaño de un breviario, pues son un librito en octavo de poco más de veinte pliegos, ni están escritos en prosa y verso, a no ser que Cervantes entendiera por prosa los versos sueltos de Arbolanches, que, en efecto, suelen confundirse con ella» (Menéndez Pelayo, 1943, p. 165).

[5] Rodríguez Marín, en su ed. del Viaje del Parnaso, 1935, p. 357 (Miguel de Cervantes Saavedra, Viaje del Parnaso, ed. crítica y anotada dispuesta por Francisco Rodríguez Marín, Madrid, C. Bermejo Impresor, 1935).

[6] González Ollé, «Observaciones filológicas al texto del Viaje del Parnaso», Miscellanea di Studi Ispanici, 6, 1963, p. 101.

[7] González Ollé, 1963, p. 102.

[8] González Ollé, 1963, p. 103.

[9] González Ollé, 1963, p. 103.

[10] González Ollé, 1963, p. 105; y más adelante concluye así: «Independientemente del origen de la palabra, muso, en el Viaje del Parnaso, puede equivaler a ‘maldiciente’, ‘hipócrita’, etc., según el significado que probablemente tenía en la lengua de su tiempo. Más conjetural resulta, para mí, la creación artificiosa, con fines burlescos, de muso, a partir de Musa, aunque para la conciencia lingüística actual, al desconocer aquel primer significado, se presenta más inmediata tal intención satírica. En mi opinión, que concilia ambas posibilidades, Cervantes utiliza muso como ‘maldiciente’, ‘hipócrita’, etc., pero dada la rareza de esta palabra, inexistente, según parece, en otros textos contemporáneos, no le pasaría inadvertido, y aprovecharía, el efecto cómico que, por asociación con Musa, despierta» (pp. 108-109).

[11] Miguel de Cervantes Saavedra, Viaje del Parnaso, ed. y comentarios de Miguel Herrero García, Madrid, CSIC, 1983, p. 803.

[12] González Ollé, 1963, pp. 105-106. Ver también Castro, 1963, p. 42b; Salinas Quijada, 1991, pp. 205-206; y J. Zalba, «Páginas de la historia literaria de Navarra», Euskalerriaren Alde, 14, 1924, p. 350.

[13] José María Romera Gutiérrez, «Literatura», en AA. VV., Navarra, Madrid, Editorial Mediterráneo, 1993, pp. 169-200 (cita en la p. 178a).