«Lanza en ristre», soneto quijotesco de Lorenzo Suárez Crespo

Retomo —después de algún tiempo— la serie de recreaciones quijotescas en la lírica con el soneto «Lanza en ristre», del cubano Lorenzo Suárez Crespo (nacido en Bahía Honda, 1943), incluido en su libro Sé tu voz. Selección de sonetos (2021). Además de su faceta como poeta, Suárez Crespo ha ejercido la docencia (tanto en la enseñanza secundaria como en la universitaria) y ha publicado diversos libros para niños y antologías.

Don Quijote, Juan Haldudo y el criado Andresillo

Su soneto quijotesco, que no requiere mayor comentario, dice así:

Aunque en Sancho y el Hado se te advierte,
persiste, noble hidalgo, en la estocada
y no habrá encantamientos, no habrá nada
que insinúe al destino someterte.

Desde entonces afán es querer verte
rendido en tus ofrendas a la amada
Dulcinea, que espera enamorada
al vencedor del tiempo y de la muerte.

Desfacer los entuertos, curar almas
es el único templo donde calmas
tu espíritu inmortal, alucinante.

¡Qué cuerda tu locura, Caballero,
que a desdén de razón y de escudero,
embridas nuevamente en Rocinante![1]


[1] Lorenzo Suárez Crespo, Sé tu voz. Selección de sonetos, Madrid, Ediciones Deslinde, 2021, p. 84.

La materia cervantina en la obra de Manuel Fernández y González (1821-1888)

Manuel Fernández y González (1821-1888), verdadero profesional de la novela folletinesca y por entregas, escribió varias obras que guardan relación con Cervantes: así, La batalla de Lepanto, poema épico premiado en 1850 en los Juegos Florales del Liceo de Granada y publicado ese mismo año (Granada, [Imprenta de don José Zamora], 1850[1]); El manco de Lepanto. Episodio de la vida del Príncipe de los Ingenios Miguel de Cervantes ([Madrid], [Tipografía de Muñoz y Reig], 1874), una novela de extensión media centrada en ciertos amoríos del escritor, que finalizan con su alistamiento como soldado y su participación en la célebre batalla naval de 1571 contra los turcos; Los cautivos de Argel, novela continuación de la anterior, de la que solo se conoce una edición del siglo XX (Madrid, Tesoro, 1954); y, en fin, El Príncipe de los Ingenios Miguel de Cervantes Saavedra (Barcelona, Establecimiento Tipográfico-Editorial de Espasa Hermanos, s. a. [c. 1876-1878][2]), novela muchísimo más extensa, pues tiene nada menos que 1.300 páginas, repartidas en dos tomos[3].

Caricatura de Manuel Fernández y González

Estos relatos de Fernández y González[4] no reúnen ciertamente una gran calidad literaria, pero son obras muy interesantes para comprender el camino seguido por las recreaciones cervantinas en un momento —el periodo post-romántico: años setenta del siglo XIX— en que Cervantes se estaba convirtiendo en escritor canónico, en el autor por excelencia de la lengua española. En las próximas entradas centraré mi análisis en la última de las obras mencionadas, El Príncipe de los Ingenios Miguel de Cervantes Saavedra, una narración que puede considerarse toda ella un exceso, y que constituye además un magnífico ejemplo de la desbordada fantasía y la verbosidad desatada del novelista: historias entrelazadas repletas de episodios inverosímiles, multiplicación de personajes secundarios, digresiones de todo tipo, técnicas propias de los entreguistas como el «abuso del punto y aparte» para rellenar más y más páginas, etc.[5]


[1] Además en 1858 se incluyó en el tomo de Poesías varias de Fernández y González (Madrid, Imprenta de don Manuel de Ancos, editor, 1858, pp. 1-37).

[2] Forma parte de la «Biblioteca Ilustrada de Espasa Hermanos, Editores», en su «Sección moral-recreativa».

[3] Ver Carlos Mata Induráin, «Cervantes a lo folletinesco: El manco de Lepanto (1874), de Manuel Fernández y González», en Carlos Mata Induráin (ed.), Recreaciones quijotescas y cervantinas en la narrativa, Pamplona, Eunsa, 2013, pp. 167-184.

[4] Aunque fuera del ámbito de la narrativa de ficción, recordaré también A los profanadores del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Crítica y algo más (Madrid, Imprenta de Manuel Galiano, 1861), obra publicada bajo el pseudónimo El Diablo con antiparras en la que censura las recreaciones cervantinas de Ventura de la Vega y Hartzenbusch.

[5] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Excesos, desmesuras y extravagancias en una novelesca recreación cervantina: El Príncipe de los Ingenios Miguel de Cervantes Saavedra (c. 1876-1878) de Manuel Fernández y González», Cervantes. Bulletin of the Cervantes Society of America, volume 42, number 1, Spring 2022, pp. 151-173.

«Miguel de Cervantes viaja a sus dos espejos», de Francisco Javier Irazoki

Reproduzco este poema de Francisco Javier Irazoki (Lesaka, Navarra, 1954- ), creo que poco conocido, perteneciente a su poemario Retrato de un hilo (Madrid, Hiperión, 2013)[1], que recoge textos escritos entre 1991 y 1998. En su aparente sencillez, la composición de Zoki encierra una gran densidad de motivos biográficos cervantinos, como se podrá apreciar por las someras notas que añado. Los dos espejos a los que se asoma Cervantes no solo forman un acabado fresco de la España de Cervantes, sino que testimonian —poéticamente— la transición de un pasado y unos ideales heroicos a un tiempo de decadencia y desengaño («afila el palo de la melancolía», «Ve en los cristales su edad oscurecida»).

Los dos espejos de Miguel de Cervantes (imagen generada por IA)

El texto es como sigue:

En el primer espejo,
el imperio español es un pavo real[2]
que cubre un paisaje de mendigos, matasietes[3]
e hidalgos de gotera[4].
En sus plazas, el cadalso de la Inquisición
como único quiosco de música.

Ahí caminan el bisabuelo pañero,
la abuela y su familia de sangradores,
el abuelo con tres mozos de cuerda,
el padre sordo que ama la viola y los caballos[5].

Detrás vienen las hermanas,
domadoras de escribanos y genoveses relamidos[6],
el pueblo fisgador,
la paciente Catalina[7].

El militar lisiado[8] los mira desde su ventana
y bebe unos sorbos de aguapié[9]
mientras afila el palo de la melancolía.

Al segundo espejo llega la muchedumbre
que es cualquier hombre:
un niño que lee
los papeles rotos de la calle[10],
el joven que hiere a un maestro de obras[11],
el soldado con frascos de pólvora, bolsas de balas
y demás utensilios de poeta[12],
el cautivo ante el que ahorcan a un jardinero[13].

También acude el que pesa la cebada clerical[14],
ése que juega a los naipes
y a las excomuniones,
el que se acuesta en las cárceles[15]
y cuyas páginas aprisiona
el libro de un suplantador[16].

Ve en los cristales su edad oscurecida.

Para ir de un espejo a otro
cruza un lugar innombrable[17].


[1] Cito por Francisco Javier Irazoki, Palabra de árbol (Antología poética, Lesaka-Pamplona-Fez-Benarés-Nueva York, París, 1976-2021), Madrid, Hiperión, 2021, pp. 39-40.

[2] pavo real: imagen tópica y emblemática de la vanidad. Bajo la apariencia de lujo y riqueza de la Monarquía Hispánica se oculta una realidad de hambre, pobreza y fanatismo religioso («el cadalso de la Inquisición / como único quiosco de música»).

[3] matasietes: bravucones, fanfarrones.

[4] hidalgos de gotera: «Llaman en Castilla a aquellos nobles que lo son y gozan este privilegio solo en un lugar; y en saliendo de allí no son tales hidalgos» (Diccionario de autoridades).

[5] Es muy ajustada a la realidad esta relación de los oficios de los antepasados del escritor: el bisabuelo pañero era Ruy Díaz de Cervantes (hacia 1512, su hijo Juan de Cervantes tramitó la liquidación del negocio de paños); el abuelo paterno, Juan, era licenciado en Derecho y ocupó cargos en distintos destinos (de ahí la mención de los «tres mozos de cuerda»); Rodrigo de Cervantes, el padre, era cirujano o sangrador (no era profesión prestigiosa: realizaban pequeñas curas, sangrías…), y pese a su sordera fue gran aficionado a la música (afición que heredaría su hijo escritor).

[6] las hermanas, / domadoras de escribanos y genoveses relamidos: alusión a la mala fama de «las Cervantas», acusadas de prostituirse (también se acusa a veces, no en este poema, a Cervantes de ejercer de alcahuete de sus propias hermanas); tanto escribanos como genoveses connotan ‘dinero’ (los escribanos se enriquecían con las causas judiciales, a veces con malas artes; muchos genoveses eran banqueros).

[7] Catalina de Salazar y Palacios, esposa de Cervantes, con la que casó en Esquivias en 1584.

[8] militar lisiado: con las heridas cobradas en Lepanto, Cervantes se haría acreedor del sobrenombre de «el manco de Lepanto».

[9] aguapié: «Vino de baja calidad que se elaboraba echando agua en el orujo pisado y apurado en el lagar» (DLE).

[10] los papeles rotos de la calle: recuérdese el célebre pasaje de Quijote, I, 9: «Estando yo un día en el Alcaná de Toledo, llegó un muchacho a vender unos cartapacios y papeles viejos a un sedero; y como yo soy aficionado a leer aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado desta mi natural inclinación tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía…».

[11] Alusión al duelo de Cervantes con el arquitecto («maestro de obras») Antonio de Segura o Sigura en 1569; al dejarlo malherido, tuvo que escapar precipitadamente de la acción de la justicia y pronto marcharía a Italia, en el séquito del cardenal Giulio Acquaviva.

[12] soldado … poeta: apunta aquí el tópico clásico de las armas y las letras. Cervantes, ciertamente, tuvo ambas facetas; en Lepanto combatió en la galera Marquesa al mando de una docena de hombres, en el esquife, arrojando piñas incendiarias contras las naves enemigas («frascos de pólvora, bolsas de balas»).

[13] En 1577, en uno de sus intentos de escapar del cautiverio de Argel, Cervantes y otros cautivos fueron ayudados por un jardinero navarro de nombre Juan; frustrada la fuga, el jardinero Juan fue ahorcado.

[14] cebada clerical … naipes … excomuniones: se alude ahora a la labor de Cervantes como comisario de abastos para la Gran Armada contra Inglaterra; en ocasiones Cervantes tuvo que requisar trigo y aceite a eclesiásticos, que respondieron excomulgándole (hasta en tres ocasiones). La mención de los naipes nos habla de la conocida afición al juego del escritor.

[15] Cervantes vivió la amarga experiencia de la cárcel, al menos en Sevilla en 1597 (por desajustes en las cuentas como empleado de la Hacienda real) y en Valladolid en 1605 (por el asunto Ezpeleta), y quizá —así lo quiere una tradición local— en la famosa Cueva de Medrano de Argamasilla de Alba.

[16] Alusión al apócrifo Quijote de Avellaneda.

[17] un lugar innombrable: puede haber aquí alusión al no nombrado lugar de la Mancha que fue la patria de don Quijote, según el archiconocido arranque de la novela.

«Reproche y elegía en la muerte de don Quijote», de Julio Fausto Aguilera

Siguiendo con la serie de las recreaciones poéticas del inmortal personaje cervantino, traigo hoy al blog la composición «Reproche y elegía en la muerte de don Quijote», del guatemalteco Julio Fausto Aguilera (1928-2018), autor del que copio esta breve semblanza:

Nació en Jalapa el 8 de septiembre de 1928. Durante la época revolucionaria (1944-54) fue miembro fundador del grupo Saker-Ti. Tras la caída del presidente Jacobo Arbenz, el grupo se deshizo y Aguilera fue perseguido por la dictadura de Castillo Armas; permaneció escondido un tiempo hasta que decidió entregarse, siendo encarcelado durante cuatro meses. Aunque amenazado de muerte por la extrema derecha, nunca cejó en sus posturas e ideales. En 1968 se incorpora a «Nuevo Signo», movimiento literario renovador, cuyo objetivo era encontrar espacios para la proyección de la poesía en el ambiente de guerra interna que sufría el país, donde la publicación de libros resultaba muy difícil. Nuestro poeta vivió soltero hasta los 50 años, cuando conoció a Vidalia Quiñónez, fiel compañera hasta su fallecimiento en 1984. En el ocaso de su vida es relegado al olvido. […] La poesía de nuestro autor es sencilla, motivada por el amor a la patria, la preocupación por las gentes de su pueblo y la denuncia de la injusticia. En reconocimiento al valor de su vida y de su obra, se le han concedido diversos premios y homenajes, entre los que citaremos los siguientes: el Emeritíssimum de la Facultad de Humanidades de la Universidad de San Carlos de Guatemala; el Quetzal de Oro de la APG, por su libro La patria; y el Premio Nacional de Literatura Miguel Ángel Asturias[1].

Entre sus poemarios se cuentan: Poemas mínimos (1959), Canto y mensaje. Poemas 1955-1959 (1960), 10 poemas fieles (1964), Mi buena amiga muerte y otros poemas vivos (1965), Poemas fidedignos (1967), Guatemala y otros poemas (1968), Poemas guatemaltecos, 1965-1968 (1969), 30 poemas cortos (1974), Antigua como la muerte: 1069-1975 (1975) o La patria es una casa: poemas (1983). Al año siguiente de la obtención del Premio Nacional de Literatura Miguel Ángel Asturias (en 2002), se publicó una Selección poética de su obra. A su autoría se debe también una Antología de poetas revolucionarios de Guatemala (1973) y los libros Se llamaba y se llama revolución de octubre (1994) y Escritores de Guatemala (1998).

De su composición cabe de destacar el tono de reproche a Alonso Quijano «el menguado» por renunciar, en el momento de la muerte, a la heroica locura de don Quijote.

José López Tomás, La muerte de don Quijote (1926, título original: «En los nidos de antaño no hay pájaros hogaño»). Museo de Bellas Artes de Valencia
José López Tomás, La muerte de don Quijote (1926, título original: «En los nidos de antaño no hay pájaros hogaño»). Museo de Bellas Artes de Valencia.

El poema es como sigue:

¡Que miserable morir el tuyo!
Si supieras
cuánto te desprecio en este instante!
¿Por qué tenías que morir diciendo
«En los nidos de antaño
no hay pájaros hogaño,
yo fui loco y ya estoy cuerdo»[2]?
¿Por qué tenías que morir, Alonso
Quijano, el menguado,
escribiendo con tu última palabra
estos epitafios de escarnio
para lo que es razón y hermosura?
¡Don Quijote!
¡Mi don Quijote?!
¡Ah si murieras
de tristeza y derrota?
derrotado,
pero aún llamándote don Quijote,
amando a Dulcinea, la encantada,
y acariciando, en la empuñadura
de tu espada, tus pasadas hazañas
de amparador de los débiles
y desfacedor de entuertos?!
¡Don Quijote! ¡Mi don Quijote?![3]


[1] La tomo de Entre los poetas míos… Julio Fausto Aguilera, Colección Antológica de Poesía Social, vol. 68, Biblioteca Virtual Omegalfa, febrero de 2014, pp. 3-4.

[2] Comp. Quijote, II, 74: «—Señores —dijo don Quijote—, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño. Yo fui loco y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha y soy agora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno. Pueda con vuestras mercedes mi arrepentimiento y mi verdad volverme a la estimación que de mí se tenía, y prosiga adelante el señor escribano».

[3] Entre los poetas míos… Julio Fausto Aguilera, p. 26. Reproduzco los signos de puntuación tal como figuran en el original. En el v. 18 añado tilde a «aun».

Sacar de su sepulcro a Sancho Panza o la «Receta para salvarnos» (1902) de Marcos Zapata Mañas

El otro día traje al blog el poema «A Calderón» de Marcos Zapata Mañas (Ainzón, Zaragoza, 1842-Madrid, 1913), incluido en el volumen de Poesías que publicó en 1902 con prólogo de Santiago Ramón y Cajal. Hoy copio este otro, «Receta para salvarnos», perteneciente a la misma recopilación, en el que, haciendo referencia a la célebre sentencia regeneracionista de Joaquín Costa (Monzón, Huesca, 1846-Graus, Huesca, 1911) de echar «Doble llave al sepulcro del Cid para que no vuelva a cabalgar», propone como medida complementaria resucitar a Sancho Panza. En efecto, la de clausurar el sepulcro del Cid (valga decir ʻolvidarse de las pasadas glorias españolas, muy heroicas, sí, pero que son ya historia caduca y sirven de poco o nada en el momento presenteʼ) es una idea expresada por Costa al final del apartado «Criterio general» de su «Mensaje y programa de la Cámara agrícola del Alto-Aragón», que leyó el 13 de noviembre de 1898, y que se publicaría dos años después en su libro Reconstitución y europeización de España. Programa para un partido nacional. Publícalo el «Directorio» de la Liga Nacional de Productores (Madrid, Imprenta de San Francisco de Sales, 1900). Esa frase, que se haría célebre como expresión del pensamiento regeneracionista de comienzos del siglo XX, pasaría después al subtítulo de su libro Crisis política de España (Doble llave al sepulcro del Cid), en el que se lee la siguiente formulación: «En 1898, España había fracasado como Estado guerrero, y yo le echaba doble llave al sepulcro del Cid para que no volviese a cabalgar»[1].

Marcos Zapata, por su parte, propone echar, en efecto, tres llaves (ni dos —lo que sugería la sentencia de Costa— ni siete—número simbólico con el que muchas veces se recuerda su idea—) al sepulcro del Cid, pero propone que debe salir del suyo Sancho Panza «a servirnos de guía y consejero» (v. 6). Dicho y hecho: para «exhumar a Sancho» (v. 9) «el acerado pico» (v. 10) golpea el suelo y se abre «su vieja sepultura» (v. 11), para descubrirse que el sepulcro está vacío. Frente a la sorpresa del pueblo, don Quijote —se supone que también resucitado para la ocasión— pide que vayan a buscar a su escudero en «Santiago [de Cuba] o Puerto Rico» (v. 14), es decir, dos de los lugares donde se materializó el Desastre español del 98 (año en que se perdieron también Filipinas y Guam). Interpreto las palabras de don Quijote en el sentido de que Sancho, como representante del pueblo bajo español, sería en su tiempo uno de los muchos soldados sacrificados —muertos, heridos o enfermos— en aquellas lejanas latitudes, en el contexto de unas guerras —Cuba y Filipinas— de las que los ricos podían librarse muy fácilmente (pagando la cantidad de 2.000 pesetas quedaban exentos de cumplir con los tres años de servicio militar obligatorio).

Retrato de Sancho Panza, grabado incluido en el vol. III de The History of the valorous and witty knight-errant Don Quixote of la Mancha, London / Philadelphia, Gibbings and Co., 1895. Fuente: Banco de imágenes del «Quijote» (1605-1915)
Retrato de Sancho Panza, grabado incluido en el vol. III de The History of the valorous and witty knight-errant Don Quixote of la Mancha, London / Philadelphia, Gibbings and Co., 1895. Fuente: Banco de imágenes del «Quijote» (1605-1915).

El texto del poema es como sigue:

«¡Cerremos con tres llaves[2], sin tardanza,
el sepulcro del Cid!… (¡de aquel guerrero
batallador, honrado y caballero,
que ganó media España con su lanza!)

»Salga en cambio del suyo Sancho Panza
a servirnos de guía y consejero…»
(Mas olvide al salir que fue escudero
de la Fe, la Virtud y la Esperanza!)

Para exhumar a Sancho, con premura
golpea el suelo el acerado pico,
y ábrese, al fin, su vieja sepultura.

«—¡Vacía!…» —exclama el pueblo—.  «—Sí, borrico…
—replica Don Quijote con voz dura—,
id por él a Santiago o Puerto Rico.»[3]


[1] Joaquín Costa, Crisis política de España (Doble llave al sepulcro del Cid), 3.ª ed. corregida y aumentada, Madrid, Biblioteca Costa, 1914, p. 81.

[2] con tres llaves: Costa hablaba de «doble llave», pero su frase se ha popularizado también con el número de siete, «siete», a veces uniendo esa formulación con otra de sus ideas clave: «Escuela, despensa y siete llaves al sepulcro del Cid».

[3] Marcos Zapata, Poesías, con un prólogo del Doctor S. Ramón y Cajal, Madrid, Librería de Fernando Fe, 1902, p. 91.

El «Soneto a Cervantes» de Francisco Luis Bernárdez

Por tratarse de un texto poco conocido, copiaré hoy este «Soneto a Cervantes» del poeta argentino Francisco Luis Bernárdez (Buenos Aires, 1900-Buenos Aires, 1978) perteneciente a su poemario El arca (Buenos Aires, Losada, 1953). Su calidad literaria no es excepcional, pero constituye un eslabón más de la larga cadena de evocaciones poéticas del autor del Quijote.

Estatua de Cervantes en la Plaza de Cervantes (Alcalá de Henares)
Estatua de Cervantes en la Plaza de Cervantes (Alcalá de Henares).

El poema dice así:

Ceñido por la luz de tu memoria
Y encerrado en la gracia de tu sueño,
Siento el vano rumor y el vano empeño
Del vano tiempo y de la vana historia.

Siento que la ilusión de que soy dueño
Se me vuelve más leve y transitoria,
Y que hasta el bien de la soñada gloria
Me parece más pobre y más pequeño.

Porque en la carne de tus criaturas
Y en la substancia de sus almas puras
Vivo despierto y como nunca estoy,

Viendo a partir de sus perfectas vidas
Las proporciones justas y escondidas
De lo que en ellas y con ellas soy[1].


[1] Lo cito por Francisco Luis Bernárdez, Antología, selección y prólogo de Graciela Maturo, Buenos Aires, Secretaría de Cultura de la Nación / Editorial Bonum, 1994, p. 284. Mantengo la mayúscula al comienzo de cada verso.

El poema «Leyendo el “Don Quijote”» de Eusebio Rey

Dado que no resulta demasiado conocida, reproduzco aquí la composición poética «Leyendo el Don Quijote» de Eusebio Rey, jesuita que utilizó el seudónimo Emilio Rego. Durante la guerra civil española, el autor fue hecho prisionero en septiembre de 1937, permaneciendo encarcelado hasta 1939. Al año siguiente publicaría Mientras iba amaneciendo… Emocionario lírico de la cárcel (San Sebastián, Gráficas Fides, 1940), con prólogo de Manuel Machado y epílogo de F. Xavier Martín Abril, libro en el que relata su viaje íntimo durante su cautiverio.

Precisamente en la evocación quijotesca que ahora rescato (que va fechada en «Gandía, diciembre, 1938») se hace alusión a esa circunstancia vital: el yo lírico, aquí claro trasunto del autor, está prisionero («Al meditar en prisiones», v. 5; «pobre preso a contrafuero», v. 18) y «el estrecho horizonte de la prisión» se le ensancha (v. 1) con la lectura de la novela cervantina. Se alude además a la idea tópica de que el Quijote fue escrito en una prisión: «Como naciste en prisiones», leemos en el v. 17, en apóstrofe al personaje cervantino. La lectura del Quijote contagia al yo lírico de actividad y energía: «he sentido de repente el dolor de no hacer nada / y un afán de acción sacude mi energía adormecida» (vv. 7-8); se afirma que la vida del «gentil caballero» (v. 21) es «fragante como una rosa, bizarra como una espada» (v. 6); se pondera el ideal caballeresco: «la imposible quimera / del ideal entrevisto como un lucero distante» (vv. 11-12); y, por último, el hablante se ofrece en el verso final a ser su escudero: «Vamos juntos a la lucha: te seguiré de escudero».

Interesa destacar también la estrofa cuarta del poema, en la que el yo lírico rechaza los calificativos aplicados a don Quijote por Rubén Darío («No eres el Rey de los tristes», sino que «mereces ser coronado Príncipe del optimismo», vv. 13-14) y se dirige al caballero con el apelativo de «Padre nuestro Don Quijote», en esta “nueva letanía” que constituyen las estrofas cuarta, quinta y sexta. Este es el texto completo del poema:

Para Sabino Alonso-Fueyo

Hoy el estrecho horizonte de la prisión se me ensancha;
en la noche de mi tedio apuntan luces de aurora;
se me ha roto la cadena de inacción que me devora,
ha venido a visitarme Don Quijote de la Mancha.

Al meditar en prisiones el poema de su vida,
fragante como una rosa, bizarra como una espada,
he sentido de repente el dolor de no hacer nada
y un afán de acción sacude mi energía adormecida.

Cabalgar y cabalgar, Clavileño o Rocinante:
disparar de mi existencia la rauda flecha certera.
Sagitario de mí mismo, tras la imposible quimera
del ideal entrevisto como un lucero distante.

Padre nuestro Don Quijote: No eres el Rey de los tristes[1]:
mereces ser coronado Príncipe del optimismo,
Fénix que eterno renaces del fracaso de ti mismo,
y derrotado cien veces otras cien en lid embistes[2].

¡Bien venido, caballero, a romper en mi favor,
pobre preso a contrafuero, una lanza humanitaria!
Como naciste en prisiones, en tu gesta temeraria
tuviste siempre por lema ser «El Buen Libertador».

¡Bien venido a libertarme! Gracias, gentil caballero.
Prisionero en el alcázar marfileño de mí mismo,
tú has hecho saltar de un bote[3] el portón de mi egoísmo.
Vamos juntos a la lucha: te seguiré de escudero[4].


[1] Este verso evoca claramente la «Letanía de nuestro señor don Quijote» de Rubén Darío (escrita en el Centenario de 1905 y publicada ese mismo año en Cantos de vida y esperanza), que comienza «Rey de los hidalgos, señor de los tristes, / que de fuerza alientas y de ensueños vistes…» y que se cierra con otra estrofa que comienza «¡Ora por nosotros, señor de los tristes, / que de fuerza alientas y de ensueños vistes…».

[2] embistes: en el original, «envistes».

[3] bote: entiéndase bote ʻgolpeʼ de lanza.

[4] Tomo el texto de Poesía nueva de jesuitas, selección y estudio preliminar de José María Pemán, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas (Instituto Antonio de Nebrija), 1948, pp. 105-106. Mantengo las mayúsculas del original, así como la formulación «bien venido» (separado en dos palabras) en las dos últimas estrofas. En el verso 21 cambio la coma del original por un punto y en el verso penúltimo suprimo la coma, innecesaria, tras la palabra «bote».

Intertextualidad con el «Quijote» en «Don Quijote en las Améscoas» (1954), de Martín Larráyoz Zarranz: Dulcinea y el amor

El amor es el motor principal del actuar del caballero andante, la fuerza que le da vida y ser («Ella pelea en mí y vence en mí, y yo vivo y respiro en ella, y tengo vida y ser», leemos en Quijote, II, 30), y el servicio amoroso a «su sin par Dulcinea», la alta señora de sus altos pensamientos, queda evocada en el texto de Larráyoz Zarranz[1] en la frase «juramos fidelidad a una única y sola dama» que pronuncia don Quijote. En cualquier caso, la presencia de Dulcinea, aparte algunas menciones sueltas de este tipo, no adquiere en esta obra una función estructural, ni siquiera una importancia destacada.

Dulcinea

Añadiré para cerrar este apartado que la intertextualidad de la obra, además de con el Quijote, se produce con la novela histórica Amaya o Los vascos en el siglo VIII (1879), de Francisco Navarro Villoslada, de la que hay claros ecos: así, la alusión a la célebre expresión «Domuit vascones» con la que comenzaban las crónicas de los reinados de todos los monarcas godos, la legendaria elección de Jimeno García como primer rey de Pamplona, o el comienzo del capítulo II, con un comentario del narrador que recuerda mucho el estilo del escritor vianés (aprendido, a su vez, en Cervantes y el Quijote[2], inicio y origen último de toda la novela moderna occidental):

Mejor será, paciente lector, dejar de lado todas estas disquisiciones de las escuelas, para seguir más de cerca al Caballero de la Triste Figura en sus primeros pasos por el reino de Navarra, que por habernos detenido en ellas más de la cuenta, hemos dado lugar a que háyannos dejado rezagados (p. 24)[3].


[1] Cito por la edición de Pamplona, Medialuna Ediciones, 1993, al cuidado de Víctor Manuel Arbeloa, pero enmendando sus abundantes erratas y descuidos.

[2] Para la influencia de Cervantes en Navarro Villoslada, véase Carlos Mata Induráin, Francisco Navarro Villoslada (1818-1895) y sus novelas históricas, Pamplona, Gobierno de Navarra (Dpto. de Educación, Cultura, Deporte y Juventud-Institución «Príncipe de Viana»), 1995; y Carlos Mata Induráin, «Cervantes y Navarro Villoslada. Reminiscencias quijotescas en el Pedro Ramírez», Pregón Siglo XXI, núm. 10, Navidad de 1997, pp. 63-66 (reeditado en Doce estudios sobre Navarro Villoslada. Semblanza y obras literarias, Viana, Ayuntamiento de Viana, 2002, pp. 199-207).

[3] Remito para más detalles sobre esta obra a mi trabajo «Una recreación narrativa del Quijote de mediados del siglo XX: Don Quijote en las Améscoas, de Martín Larráyoz Zarranz»Anales cervantinos, 43, 2011, pp. 91-115.

Intertextualidad con el «Quijote» en «Don Quijote en las Améscoas» (1954), de Martín Larráyoz Zarranz: lo caballeresco

El tema caballeresco se hace presente en Don Quijote en las Améscoas[1] a través de la mención de ciertos nombres como Amadises, Palmerines y Cirongilios; se alude además a la famosa historia del Caballero y el Cisne, o se habla de ciertas princesas Briolanjas, de la princesa Magalona… Pero más interesantes que estas alusiones sueltas son los pasajes en los que Larráyoz Zarranz inventa algunas nuevas aventuras pseudocaballerescas, por ejemplo la historia de la «mustia infanta Isomberta», en el episodio de la alacena de la casa rectoral de San Martín de Améscoa. Ese nombre de Isomberta pertenece a la tradición caballeresca, y su historia, recogida en la Gran conquista de Ultramar, preludia la del Caballero del Cisne. Sin embargo, hasta donde se me alcanza, no lo encuentro documentado en el Quijote[2], donde sí son frecuentes las referencias a aventuras caballerescas protagonizadas por menesterosas damas[3]. Parece, pues, invención de Larráyoz Zarranz esta famosa aventura de la alacena narrada en el capítulo XII: «De la misteriosa alacena que descubrió don Quijote en la sacristía de San Martín de Améscoa, con otros regocijantes sucesos dignos de referirse». Al verla, don Quijote exclama:

—¡Alégrese la mustia infanta Isomberta, que ya di con la alacena de las seis llaves, en donde se esconde sin duda el talismán que trocará en claro gozo su negro dolor! (p. 94).

Y poco después explica las razones de su contento:

—¿Quién ignora que la fiel infanta Isomberta vio bendecidos sus amores hacia el temerario conde Eustasio con el alumbramiento de siete angelicales mellizos? ¿Quién desconoce la larga envidia y retuerta trapacería de su artera madrastra —madrastra, el nombre le basta— que envió recado al buen conde, anunciándole que su mujer había dado a luz, ¡oh, infamia!, siete cachorrillos podencos? ¿Quién no sabe como los siete infantes, acurrucados en el hueco de un añoso roble en el fondo de un bosque, fueron amamantados por una cierva y educados ocultamente por un ermitaño? ¿Quién no conoce como al dar con ellos los esbirros de la madrastra para matallos, tornáronse en otros tantos cisnes, que huyeron raudos por los aires graznando cua, cua? ¿Quién no sintió henchido su pecho de justo gozo al ver satisfecha la justicia con el emparedamiento de la pérfida madrastra, que mal poso haya su ánima? ¿Y quién de voacedes, clérigos navarros venerables, no mezcló luego sus lágrimas con las de la egregia y cuitada Isomberta, cuando aquella sufrió tamaño desencanto, como lo fue el de ver desencantados a todos sus hijos menos a uno, al cual solo no le fue dado tornar a su prístino y natural ser, y hubo de continuar con la figura de cisne, por razones luengas de explicar y sobradamente de todas vuesas reverendas mercedes conocidas? ¿Y quién, en fin, no está sabidor de que el contrahechizo para sacallo de su encantamiento, ora fuese un talismán, ora un amuleto, ora unas hierbas, quizás un ungüento, tal vez un mejunje, hállase puesto a buen recaudo en un lugar escondido y apartado del siglo, como lo es aqueste de la Améscoa, en una férrea alacena, como lo es también aquesta, y cerrado con seis cerrojos, como lo son aquestos? (pp. 95-96).

Sin embargo, el señor Nemesio, el sacristán, se niega decididamente a abrir la alacena, donde además de lo que habitualmente se guarda en ella (un copón viejo, el cáliz de uso diario en la misa y la botella con el vino de celebrar, para tenerlo lejos del alcance de los monaguillos), hay algo bien distinto del pretendido talismán que imaginara don Quijote, como se explica hacia el final del capítulo:

Abriéronla enhoramala para don Quijote y para el señor Nemesio, porque, aunque hallaron como había manifestado este, un añosísimo cáliz y otro usado a diario, encontraron otrosí junto a ellos algo que el sacristán habíales celado: un trozo de pan con tortilla y unas viejas alpargatas, todo ello envuelto en unos arremendados calzones, cosas de las que había ido proveído porque, al dar remate a los funerales, pensaba irse a regar unos bróquiles a su huerta (p. 97).

Además de este humorístico episodio original del escritor navarro, debemos mencionar otra aventura que evoca las antiguas caballerescas: cuando el cura don Xavier baila durante la sobremesa de la cena a manera de gigante de la comparsa de Tafalla, don Quijote reacciona —todo lo que tenga que ver con gigantes le trastorna el juicio y lo transporta de inmediato al terreno de lo caballeresco— arremetiendo contra él (es algo similar a lo que sucede en el episodio del retablo de maese Pedro, cuando don Quijote carga contra el teatrillo donde se representa la historia de Melisendra, desbaratando muchas de las figurillas).

GigantesTafalla2

 

En la novela de Larráyoz Zarranz, don Quijote cree que un cazo de sopa que tiene al alcance de la mano es un venablo, y tal es el arma con la que pretende atacar al gigante-don Xavier[4].


[1] Cito por la edición de Pamplona, Medialuna Ediciones, 1993, al cuidado de Víctor Manuel Arbeloa, pero enmendando sus abundantes erratas y descuidos.

[2] En efecto, Isomberta no figura en Juan Bautista de Avalle-Arce, Enciclopedia cervantina, 2.ª ed., Guanajuato (México), Universidad de Guanajuato, 1997; ni tampoco en Carlos Alvar (dir.), Alfredo Alvar Ezquerra y Florencio Sevilla Arroyo (coords.), Gran enciclopedia cervantina, vol. VII, Ínsula Firme-luterano, Madrid, Castalia-Centro de Estudios Cervantinos, 2008.

[3] Por ejemplo, en I, 49 don Quijote inventa una historia caballeresca tipo, la del Caballero del Lago; recordemos además la historia de la princesa Micomicona fingida por Dorotea para sacar a don Quijote de Sierra Morena, o la de la dueña Dolorida en el palacio ducal.

[4] Remito para más detalles sobre esta obra a mi trabajo «Una recreación narrativa del Quijote de mediados del siglo XX: Don Quijote en las Améscoas, de Martín Larráyoz Zarranz»Anales cervantinos, 43, 2011, pp. 91-115.

Intertextualidad con el «Quijote» en «Don Quijote en las Améscoas» (1954), de Martín Larráyoz Zarranz: los encantadores

Encontramos en Don Quijote en las Améscoas de Larráyoz Zarranz[1] algunas alusiones a los «encantadores invidiosos»[2] (envidiosos, se entiende, de las hazañas y la fama de don Quijote) y a sus encantamientos (y, en concreto, al «gigante encantador Malambruno»). Ellos son, como en el Quijote, quienes le atormentan trastocando la realidad para robarle la honra y prez que sin duda ganaría en todas sus aventuras con la fuerza de su valiente brazo, movido siempre al impulso ideal de su Dulcinea. Así, en el capítulo II Sancho Panza ve la realidad tal cual es, un carbonero navarro, pero don Quijote se empeña en imaginar que tal personaje es un príncipe (esto es, justamente, lo que sucede en la Primera Parte del Quijote: el hidalgo manchego deforma la realidad para ajustarla a las características de su monomanía caballeresca; en cambio, en la Segunda Parte son otras personas —el cura y el barbero, Sansón Carrasco, los Duques…— las que transmutan esa realidad, que don Quijote ve ahora tal cual es, con el fin de llevarlo de vuelta a casa, o peor —en el caso concreto de los Duques—, para burlarse cruelmente de él y reírse a su costa). En efecto, al ver al carbonero, dice Sancho:

—También lo digo yo […], pero cátese bien mi amo antes de lo que hace, que aquellos no parecen príncipes de sangre, ni tan siquiera marqueses, ni condeses. Al menos, aquel que yo mejor veo, por la negrura de su rostro y manos, más parece demonio de pura raza escapado de alguna zahúrda de Satanás que infante criado en los palacios con leche azaharada y lengüítas de pavo real. A lo más, y perdonándole mucha mugre, daríale yo cédula de carbonero, que tales y tan negros suelen andar por mi tierra los que trabajan en aquestas labores (p. 25).

Carbonero

Y más tarde, cuando le explica que don Quijote quiere acercarse a besar sus manos, añade que lo hará «estén ellas como estuviéreden, ambaradas si sois príncipe, u hollinadas si carbonero, según se les antoja a estos mis ojos, aunque, a lo que creo, ahora me mienten como bellacos» (p. 28).

Algo similar sucede en el capítulo IV, cuando los clérigos que se presentan ante su vista (y que Sancho, por supuesto, identifica claramente como tales) se le representan a don Quijote, en su fantástica imaginación, como viudas enlutadas:

—Con la Iglesia tornamos a topar, mi señor don Quijote, que aquellas cuentas negras que lueñe veíamos, no en otra cosa se han trocado sino en otros tantos curas, enteros y verdaderos, tanto o más que los de nuestra tierra.

—¿Y cómo lo conociste, Sancho?

—¿En qué voy a conocer que de día estamos? —respondió Sancho—. Tan simple es, pues vienen como entalegados de pies a cabeza y más negros que la noche.

—¿Y no pudieran ser una caterva de viudas enlutadas? —replicó don Quijote.

—Rasúreme en seco si aquellos no son tan clérigos como el que más pudiere serlo en Roma, que antes confundiera yo una gallina con un alguacil de a caballo, si los hubiere, que a una dueña plañidera con un cura navarro.

—¿Curas y navarros? Buena nueva me das, Sancho —dijo don Quijote (p. 38).

A su vez, llama la atención que estos simpáticos curas navarros no crean de entrada que se encuentren ante ellos los verdaderos don Quijote y Sancho, como si dijéramos «en carne y hueso», sino que piensan que se trata de dos gangarilleros, es decir, dos actores de teatro que representan el papel de las inmortales creaciones cervantinas (y tal vez no estaría de más relacionar este aspecto con el motivo del juego y la representación, tan presente en todo el Quijote, y muy especialmente en la Segunda Parte)[3].


[1] Cito por la edición de Pamplona, Medialuna Ediciones, 1993, al cuidado de Víctor Manuel Arbeloa, pero enmendando sus abundantes erratas y descuidos.

[2] Y el adjetivo follones ‘malandrines, desalmados’, que suele aparecer ligado en el Quijote a los encantadores y gigantes, lo encontramos aquí en el sintagma «cleros tan follones».

[3] Remito para más detalles sobre esta obra a mi trabajo «Una recreación narrativa del Quijote de mediados del siglo XX: Don Quijote en las Améscoas, de Martín Larráyoz Zarranz»Anales cervantinos, 43, 2011, pp. 91-115.