«El caballero de Dios Ignacio de Loyola» (1923), de Juan Marzal, SJ (2)

La primera parte del libro incluye los sucesos de la vida de Ignacio de Loyola que van «De Pamplona a Monserrate»[1]. Se abre con un «Prólogo»[2], en el que se compara a Ignacio con don Quijote (se dice que enderezó entuertos como el buen Quijano) y se nos da una descripción de él como galán y pendenciero, hasta que se convierte en «caballero nuevo de nueva cruzada» y viste el arnés de pobre de Cristo. Copio la primera estrofa de este prólogo, que servirá para que nos hagamos una idea del estilo, deliberadamente arcaizante:

Trovador de antaño de laúd[3] y escarcela,
sin metros polidos que saben a escuela,
bien como las fablas de un viejo cantar,
diré de un fidalgo que, ferido en guerra,
sin cota ni espada, se alzó de la tierra
et fizo fazañas por tierra et por mar (p. 9).

Abundan, en efecto, en este prólogo —y a lo largo de toda la obra— los arcaísmos léxicos y morfosintácticos: polidos, fablas, fidalgo, ferido, et fizo fazañas por tierra et por mar, garzón, et su prez, tajos et mandobles, fechos, e en tierra, descires, e anda, descir, físico (por médico), face reír, fallan, acuciero, cuitas… La copla final del «Prólogo» repite la del principio, lo que da al conjunto de esta pieza introductoria una marcada estructura circular.

Sigue En Pamplona. Por España y por su honor. Cuadro dramático, en verso, cuya acción se sitúa en la capital navarra el año de 1521. Varios personajes franceses comentan la poca resistencia de la ciudad, cuyos habitantes están mayoritariamente del lado del rey de Francia «por amor y por su historia» (p. 12a). Entre los escasos defensores decididos a resistir hasta la muerte ha quedado Loyola, de quién Arlanzón dice que es:

                         Un vasco
nacido en aguas de Urola,
valentón y pendenciero,
de blasón de lobos y olla;
un fidalgo de gotera,
de nobleza tan notoria,
que figura en los anales
de la justicia en Guipúzcoa (pp. 12b-13a).

Se dice de él que es muy valiente cuando se enoja y que solo conoce el camino de la tizona. Le acompañan ahora muy pocos hombres en la defensa de la ciudad: Diego de Herrera, Durango, Arrieta, «unos locos / de buen vino y sangre moza» (p. 13b). Luego se completa la descripción de Ignacio, de nuevo en labios de Arlanzón, con estos versos:

Conozco bien a Loyola.
Es vasco y es español,
duro y terco como roca;
tiene testuz de carnero
de los que en las fiestas topan.
Si viene de mal talante
—ni hay que pensar otra cosa—
desenvainará su espada… (p. 14a-b).

El diálogo que se entabla entre los sitiadores resume los datos relativos a la situación política y militar del momento. Después vemos en escena a Ignacio negándose con todas sus fuerzas a la rendición y exhortando a sus compañeros a la resistencia heroica hasta la muerte. Las acotaciones indican que actúa «Desesperado, amenazador» (p. 19b), «Como loco hasta el final de la escena» (p. 19b), «Llorando de rabia» (p. 19b); en efecto, él se muestra dispuesto a perder la vida, con tal de salvar el honor, y afirma tajante que no deben ceder en la defensa por su raza vasca: son nobles, y deben estar decididos a morir por su rey. Se pone luego en boca de Loyola este elogio de la patria y la unidad española:

Que hay que luchar por Pamplona
y el fuerte, a la vista salta,
porque es la piedra que falta
a la española corona.
Sueño al par que realidad,
una gran patria se engendra
que con virtudes se acendra
para la inmortalidad.
Gloria que empezó en Granada,
vencido y disperso el moro,
y Colón con el tesoro
de una América ignorada.
Gloria que da la unidad
de una misma fe cristiana,
que tantos pueblos hermana
con hermosa variedad.
Solo Navarra le falta
a España para ser una.
¿Por qué no probar fortuna
en una empresa tan alta? (p. 21b).

Con su entusiasmo, Ignacio convence a los suyos, decididos ya a resistir, y en el parlamento que se establece con los franceses se muestra arrogante hasta las últimas consecuencias: «¡Si nos faltan municiones / os lanzarán mi cabeza!…» (p. 22b), les dice altivo y bravucón a los sitiadores.

Andrés López, San Ignacio herido en Pamplona. Colegio de las Vizcaínas (Ciudad de México)
Andrés López, San Ignacio herido en Pamplona. Colegio de las Vizcaínas (Ciudad de México)

Sigue después un pasaje de transición titulado «El malferido: gesta del Trovador»; se abandona, por tanto, la escenificación para dar paso a un relato del Trovador-narrador (este será el recurso utilizado para ir hilvanando las diferentes piezas dramáticas), quien refiere en estrofas de seis versos —llenas, de nuevo, de arcaísmos— el asalto a la ciudad de Pamplona, en cuya defensa «Loyola es el bravo que a todos alienta» (p. 23b). Finalmente cae herido por una bala de cañón y se ve —esta parte final vuelve a ser representada— cómo es llevado en andas seguido de un perro[4].


[1] En nota al pie indica el autor: «La primera parte de esta obra se representó en el teatro de la Casa Social Católica “Monseñor Boneo” el 2 de octubre de 1921, para celebrar el Cuarto Centenario de la herida y conversión de San Ignacio de Loyola. Tomaron parte en el acto los alumnos del Colegio de la Inmaculada Concepción [de Santa Fe]» (p. 9, nota 1). Todas las citas (con ligeros retoques en la puntuación) son por El caballero de Dios Ignacio de Loyola. Monólogos y escenas dramáticas, por el Padre Juan Marzal, SJ, Buenos Aires, Sebastián de Amorrortu, 1923. Sobre esta obra, véase Elizalde Armendáriz, San Ignacio en la literatura, pp. 676-680.

[2] Leemos en nota al pie: «Dijo esta trova y todas las siguientes el señor Alejandro A. Rosa de la Torre» (p. 9, nota 2).

[3] Hay que pronunciar la palabra como monosílaba, laud, para lograr la correcta medida del verso.

[4] Para más detalles remito a María Ángeles Lluch Villalba y Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola en el teatro español del siglo XX: El caballero de Dios Ignacio de Loyola (1923) de Juan Marzal, SI y El capitán de sí mismo (1950) de Manuel Iribarren», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 315-337. Sobre el tratamiento literario del santo en los siglos XVI y XVII, puede verse Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola, entre historia y literatura (I). El Siglo de Oro», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 145-176.

«El caballero de Dios Ignacio de Loyola» (1923), de Juan Marzal, SJ (1)

La figura ingente de San Ignacio de Loyola ha dado lugar a numerosos acercamientos literarios, en distintas épocas y en distintos géneros[1], entre ellos también el teatro. Como estamos en Año Ignaciano, en sucesivas entradas abordaré el comentario de dos piezas dramáticas españolas del siglo XX que tienen como protagonista al fundador de la Compañía de Jesús: El caballero de Dios Ignacio de Loyola (1923), de Juan Marzal, SJ, y El capitán de sí mismo (1950), de Manuel Iribarren[2].

San Ignacio de Loyola

El título completo y los datos de la primera obra son los siguientes: El caballero de Dios Ignacio de Loyola. Monólogos y escenas dramáticas, por el Padre Juan Marzal, SJ (Buenos Aires, Sebastián de Amorrortu, 1923). Como indica el subtítulo, estamos ante un conglomerado de piezas dramáticas en las que el protagonista principal es San Ignacio de Loyola pero también, a su lado, San Francisco Javier. Dado que se trata de unas obras de teatro ignaciano no demasiado conocidas, parece oportuno dar una descripción detallada del contenido del libro, que servirá al mismo tiempo para ir apuntando los principales detalles relativos al estilo.

El volumen se abre con un par de dedicatorias; la primera, «A mis padres», fechada en Santa Fe (República Argentina), el «31 de julio de 1923. Día de San Ignacio de Loyola», en la que el autor habla de su amor filial al fundador de la Compañía de Jesús, al que llama «mi padre del alma»; y la segunda «A todos los alumnos de los colegios de la Compañía de Jesús», donde encontramos la siguiente explicación:

Este librito es para vosotros. Leeréis en él muchos versos y mucha más prosa. […]. Tenéis obligación de conocer su vida [la de San Ignacio]. Es muy interesante. Fue capitán valiente, mendigo famoso, peregrino incansable, doctor por París y cazador de almas a prueba de insultos, pedradas, procesos y persecuciones. Conocéis sus andanzas por España, por la Tierra Santa, por Francia y por Italia, por Flandes e Inglaterra; pero no las habéis visto en acción y sobre las tablas de un teatro (p. 7).

Se indica ahí que estos cuadros fueron representados en Santa Fe en 1921 y 1922 por los alumnos del Colegio de la Inmaculada «con gran aparato de trajes y espléndido decorado»:

Ahora han querido imprimir los cuadros que en esos dos años representaron, confiados en que vuestra privilegiada fantasía sabrá reproducir las interesantes escenas que no visteis. Leedlas con atención. La merece el héroe (p. 7).

El autor les dice a los niños que deben estar orgullosos de ser alumnos de los jesuitas; se lo deben a Ignacio, que fue «todo cabeza y corazón, educador sin par» (p. 7). Más adelante añade:

En los cuadros, escenas y monólogos de este librejo reconoceréis al soldado bravísimo —era vasco y luchaba en Navarra—; al herido que no tiembla ante la sierra y el cuchillo de los cirujanos; al penitente que azota su cuerpo para devolverle a Dios la gloria robada con sus pecados juveniles; al paciente pescador y cazador infatigable que caza y pesca doctores con verdades evangélicas y desengaños del mundo. Y en el drama histórico Desdén, afición y amor veréis al doctor Javier que, después de morder la carnada, deja limpio el anzuelo, y aunque acude al reclamo, sabe hurtar el cuerpo a las redes del astuto pescador. Pero como Dios ayudaba a Ignacio, el Doctor por la Sorbona cayó por fin y el gran navarro y el gran vasco fueron dos cuerpos en un alma, santos los dos, canonizados en un mismo día, Padres de vuestros Padres, gloria y ornamento de la Iglesia y de la Compañía de Jesús (p. 8).

Tras indicar que los jóvenes deben imitar a Javier en su gallarda resolución de hacerse discípulo de Ignacio, Marzal anuncia el comienzo de las diversas piezas que componen su obra: «Y ahora, guardad silencio, que se alza la cortina para dar paso al Trovador de antaño» (p. 8)[3].


[1] Véase a este respecto el trabajo de Carlos Mata Induráin «San Ignacio de Loyola, entre historia y literatura (I). El Siglo de Oro», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 145-176, además de la fundamental obra de referencia del Padre Ignacio Elizalde Armendáriz, San Ignacio en la literatura, Salamanca, Universidad Pontificia, 1983.

[2] Aunque este trabajo (realizado en el marco de las investigaciones del Equipo HILINA, Historia literaria de Navarra, de la Universidad de Navarra) lo asumimos como propio los dos autores, dejamos constancia de que la obra de Marzal ha sido trabajada por Carlos Mata Induráin y la de Manuel Iribarren por María Ángeles Lluch Villalba. Por supuesto, existen otras piezas dramáticas del siglo XX en las que interviene San Ignacio de Loyola; mencionaremos, por ejemplo, El Divino Impaciente (1933), de José María Pemán (centrada en la figura de San Francisco Javier, pero con una destacada presencia de Ignacio; baste recordar el célebre romance «de los consejos» que declama Ignacio en el momento de la despedida en Roma), o El capitán de Loyola (1941), de Ramón Cué, entre otras. Para la obra de Pemán, ver Carlos Mata Induráin, «San Francisco Javier en el teatro español del siglo XX: Volcán de amor (1922) de Vallejos y El divino impaciente (1933) de Pemán», en Ignacio Arellano, Alejandro González Acosta y Arnulfo Herrera (eds.), San Francisco Javier entre dos continentes, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2007, pp. 133-150.

[3] Para más detalles remito a María Ángeles Lluch Villalba y Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola en el teatro español del siglo XX: El caballero de Dios Ignacio de Loyola (1923) de Juan Marzal, SI y El capitán de sí mismo (1950) de Manuel Iribarren», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 315-337. Sobre el tratamiento literario del santo en los siglos XVI y XVII, puede verse el ya citado trabajo de Carlos Mata Induráin «San Ignacio de Loyola, entre historia y literatura (I). El Siglo de Oro».

Apunte de urgencia sobre San Ignacio de Loyola en la literatura moderna y contemporánea

La figura de San Ignacio de Loyola también ha sido tratada en numerosas ocasiones por la narrativa, la poesía y el teatro de la época moderna y contemporánea. En la Generación del 98, es tema abordado por distintos autores, pero en especial por Unamuno, quien en su Vida de don Quijote y Sancho establece notables paralelismos entre la biografía de don Quijote y la vida de San Ignacio y equipara la locura caballeresca del hidalgo manchego y la religiosa del santo guipuzcoano. En teatro, aunque el panorama es bastante más amplio, habría que recordar al menos El caballero de Dios Ignacio de Loyola. Monólogo y escenas dramáticas (1923), de Juan Marzal, SI; El Divino Impaciente (1933), de José María Pemán; El capitán de Loyola (1941), de Ramón Cué, y El capitán de sí mismo. Retablo escénico (1950), de Manuel Iribarren[1].

Cubierta de El capitán de sí mismo. Retablo escénico (1950), de Manuel Iribarren

Además, la figura de San Ignacio de Loyola se hace presente en la narrativa contemporánea —no solo española— en tres novelas históricas destacadas: El hilo de oro (1952), de Louis de Wohl, y El caballero de las dos banderas (2000) y Para alcanzar amor. Ignacio de Loyola y los primeros jesuitas (2021), de Pedro Miguel Lamet, además de en la semblanza novelada de José Luis Martín Vigil Yo, Ignacio de Loyola (1989) o en las versiones para un público infantil y juvenil, como por ejemplo la narración de María Puncel Íñigo de Loyola (1992). Y esta nómina de autores y obras podría ampliarse fácilmente. Quede, pues, pendiente para otra ocasión el comentario de todas estas piezas modernas y contemporáneas, y baste con lo apuntado relativo al Siglo de Oro para constatar la importancia del tratamiento literario que ha tenido, en los tres grandes géneros de narrativa, lírica y teatro, la figura universal y señera de San Ignacio de Loyola[2].



[1] Para las obras de Marzal y de Iribarren, véase el trabajo de María Ángeles Lluch Villaba y Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola en el teatro español del siglo XX: El caballero de Dios Ignacio de Loyola (1923) de Juan Marzal, SI y El capitán de sí mismo (1950) de Manuel Iribarren», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 315-337.

[2] Para más detalles remito Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola, entre historia y literatura (I). El Siglo de Oro», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 145-176.

San Ignacio de Loyola en la literatura del Siglo de Oro: los poemas extensos

Además de todas las composiciones sueltas sobre San Ignacio de Loyola, escritas para justas y torneos poéticos, que hemos visto en entradas anteriores, diversos autores redactaron poemas de más extensión y de mayor aliento épico, la mayoría en el siglo XVII y alguno saltando ya al XVIII. Enumero esquemáticamente algunos datos mínimos relativos a ellos[1]:

1) Así, Luis de Belmonte Bermúdez cantó poéticamente la vida de Ignacio en su poema titulado Vida del Padre Maestro Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, dirigida a sus religiosos de la Provincia de la Nueva España (en México, en la emprenta de Gerónimo Balli por Cornelio Adriano Cesar, 1609). Se trata de un poema extenso compuesto en quintillas dobles, dividido en diez libros, a lo largo de 256 hojas. El autor anuncia una segunda parte, de la que no sabemos nada.

2) Antonio Escobar y Mendoza compuso San Ignacio, poema heroico (Valladolid, Francisco Fernández de Córdova, 1613), dividido en siete libros, con abundantes versos de estilo gongorino y retórico.

3) Pedro de Oña es autor de El Ignacio de Cantabria. Primera parte (en Sevilla, por Francisco de Lyra, 1639), poema heroico en octavas reales, repartidas en un total de doce libros. Abarca desde la conversión del gentilhombre guipuzcoano convaleciente en Loyola hasta su estancia en Palestina. También promete este autor continuar en una segunda parte, que no llegó a salir.

Portada del libro de Pedro de Oña, Ignacio de Cantabria, en Sevilla, por Francisco de Lyra, 1639

4) Hernando Domínguez Camargo escribió una verdadera epopeya ignaciana en el más puro estilo gongorino: San Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús. Poema heroico… Obra póstuma dada a la estampa y al culto teatro de los doctos por el maestro don Antonio Navarro de Navarrete (en Madrid, por José Fernández Buendía, 1666). Consta de cinco libros, cada uno de los cuales se divide en seis cantos. De este poema, que quedó inconcluso, copio aquí sus primeros versos, la primera octava, en la que se anuncia el tema épico que se va a desarrollar:

Al David de la casa de Loyola,
al rayo hispano de la guerra canto,
al que imperiales águilas tremola
y es, aun vencido, del francés espanto;
al que sufrió de la celeste bola
sin fatigas el peso, Alcides santo,
al que el Empíreo hollando trïunfante
habitador es ya del que fue Atlante[2].

5) En fin, José Antonio Butrón y Mújica es autor de El gran capitán de Dios, San Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús…, obra firmada en 1729, que no llegó a publicarse, la cual consta de nada menos que 1.792 octavas reales[3].


[1] Para más datos sobre estos autores y obras, remito a Elizalde Armendáriz, San Ignacio en la literatura, Salamanca, Universidad Pontificia, 1983, pp. 109-163.

[2] Tomo el texto de Elizalde Armendáriz, San Ignacio en la literatura, p. 128.

[3] Sobre algunos de estos poemas épicos ignacianos existe bibliografía. Por ejemplo, Giovanni Meo-Zilio, Estudio sobre Hernando Domínguez Camargo y su «San Ignacio de Loyola, Poema heroyco», Mesina, Casa Editrice G. D’Anna, 1967. Para más detalles remito Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola, entre historia y literatura (I). El Siglo de Oro», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 145-176.

San Ignacio de Loyola en la literatura del Siglo de Oro: Ignacio y Javier, en buena Compañía

Me refiero en esta entrada a algunos poemas del Siglo de Oro que cantan juntos a San Ignacio de Loyola y a San Francisco Javier, las dos columnas más importantes de la Compañía de Jesús, su primer General y su primer Secretario.

San Ignacio de Loyola y San Francisco Javier

Son abundantes, y de hecho ya hemos encontrado algunas alusiones a ambos en los textos citados en entradas anteriores. Podemos recordar, por ejemplo, una poesía de Juan de Jáuregui que comienza «Del américo reino y nuevo mundo…»[1], a la que pertenecen estos versos:

Al siglo inútil de metal inmundo
Javier e Inacio en las tinieblas vanas
aparecieron, luces soberanas,
sol y planeta cada cual segundo (vv. 5-8);

o esta otra de Martín Silvestre de la Cerda, su «Glosa de “Hacen a Dios compañía…”»[2], que repite el estribillo:

Hacen a Dios compañía
Guipúzcoa y Navarra, y dan
al mundo un gran capitán,
a todo el Oriente guía.

En este poema, el autor compara a San Ignacio y San Francisco Javier con los «fuertes Gedeones» y hace de ellos dos nuevos Sansones (vv. 15 y 17). También Miguel Sagrera, en su «Glosa de “Para ganar Dios almas para el Cielo”»[3], canta conjuntamente a ambos personajes: «Ve que Ignacio y Javier aquí en el suelo / con su Jesús han hecho Compañía» (vv. 3-4), juego de palabras (reiterado en otros muchos textos) que debemos interpretar como ‘se han juntado, se han reunido’ y ‘han formado la Compañía de Jesús’. El poema los presenta como pescadores de almas, al servicio del sumo Pescador (=Dios), con la diferencia de que Ignacio queda en Europa, mientras Javier «a pesquería de Indias va, y recoge / perlas» (‘gana almas para el Cielo’).

Por su parte, Alonso de Bonilla en uno de los varios sonetos que dedica a ambos santos, el que comienza «Planeta y sol fue Ignacio en la asistencia…»[4], insiste en esa misma idea: Ignacio permanece alumbrando la fe de Europa, pero, en justa correspondencia, «dio Javier al antípoda ignorante / influjo y luz de fe, justicia y ciencia» (vv. 7-8), de forma que uno y otro fueron «dos planetas, dos soles en dos cielos» (v. 14). Merece la pena copiar entero este otro soneto suyo «A San Francisco Javier y San Ignacio»[5], de tema similar:

El enemigo del que hizo el día,
por estragar del mundo la distancia,
en la banda del sur plantó ignorancia
y en el septentrïón sembró herejía.

Pero la original Sabiduría,
viendo que era el socorro de importancia,
en dos justos defensa y vigilancia
puso, de quien su Iglesia y honor fía.

Reparó la ignorancia con la ciencia
Javier, por cuya luz divina y pura
el antípoda vio, que estaba ciego;

y el norte la herética dolencia
curó el fuego de Ignacio, y fue gran cura,
porque la cura del hereje es fuego.

En un poema de José Pellicer de Salas «A las navegaciones de San Francisco Javier, y al aparecerse en dos lugares»[6], la equiparación de Javier con Jasón —que se reitera en otros textos similares— permite presentar a Ignacio como «nuevo Pelias»:

Del Jasón prodigioso la conquista,
que al remoto Japón, Colcos segundo,
nuevo Pelias Ignacio manda asista,
averiguando términos al mundo,
pronósticos dichosos da a su vista
y anuncios santos de su amor fecundo,
que a desterrar tinieblas de la noche
conduce en campos de agua alado coche (vv. 41-48).

Recordemos que Pelias, hijo de Tiro y Posidón, envió a Jasón a Colcos a la conquista del vellocino de oro. De la misma manera, San Ignacio, nuevo Pelias, manda a Javier al Japón, Colcos segundo.

En fin, de Juan Portillo, ya aludido en una entrada anterior, es esta glosa de «Segundo Ignacio y segundo…», que obtuvo el premio… a la peor composición de las presentadas a uno de los certámenes de la canonización:

Segundo Ignacio y segundo
Francisco a su Iglesia Dios
ha dado; sonle los dos
lo que los polos al mundo.

Por virtudes que no pinto,
pues no ha de ser necesario,
al bendito San Ignacio
Gregorio Decimoquinto
ha puesto en el calendario.

Fue segundo por el mundo
en santidad milagrosa
del mártir de Dios yocundo,
por eso dice la glosa:
Segundo Ignacio y segundo.

Llagas Francisco tenía
impresas de un serafín,
y él, de Jesús Compañía,
bebió las de un pobre un día
con sus labios de marfil;

y como el profeta Amós
en el Testamento Viejo,
aquestos luceros dos
en el Testamento Nuevo
ha dado a su Iglesia Dios.

Aquí ninguno refiere
de virtud más obelisco
para que nadie se altere;
mas quien hizo un San Francisco,
hará cuantos él quisiere.

Asieron Franciscos dos
la ocasión por el copete,
de manera que entre nos
su capilla y su bonete
ha dado, sonle los dos.

Dios que en los altos apriscos
de la gran Jerusalén
mira los humanos ciscos,
como le saben tan bien,
nunca se harta de Franciscos,

ni de Ignacios, pues lo fundo
en que uno y otro segundo
ya luces del cielo lindas
son de España y las Indias
lo que los polos al mundo.

Id con ánimo sencillo,
glosa, al juïcio que vais;
mi nombre es Juan de Portillo,
que si el premio no alcanzáis,
Dios os depare el trapillo[7].


[1] Primavera de poemas en loor de San Francisco Javier, ed. de Carlos Mata Induráin, Pamplona, Fundación Diario de Navarra, 2004 (Biblioteca Javeriana, 3), p. 56.

[2] Primavera de poemas en loor de San Francisco Javier, pp. 57-58.

[3] Primavera de poemas en loor de San Francisco Javier, pp. 68-70.

[4] Primavera de poemas en loor de San Francisco Javier, p. 73.

[5] Incluido en Alonso de Bonilla, Nombres y atributos de la impecable siempre Virgen María, Señora Nuestra. En octavas, con otras rimas a diversos asumptos y rimas difíciles, en Baeza, por Pedro de la Cuesta,1624.

[6] Primavera de poemas en loor de San Francisco Javier, pp. 40-42.

[7] Para más detalles remito Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola, entre historia y literatura (I). El Siglo de Oro», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 145-176.

San Ignacio de Loyola en la literatura del Siglo de Oro: poemas de justas y certámenes poéticos (y 4)

Consideremos ahora este soneto del conde de Villamediana dedicado a San Ignacio de Loyola, más difícil por su sintaxis culterana y por las alusiones clásicas que encierra en los cuartetos:

No bárbaras colunnas erigidas
a pompa de soberbios Tolomeos;
piadosos, sí, católicos trofeos,
aras te dan de gloria construidas.

Voces de luz y llamas ofendidas
en culto fuego el claro mausoleo,
pues son centellas del honor sabeo,
a fragantes estrellas reducidas.

Hoy te consagra el religioso gremio
de uniforme, costante Compañía,
que lograr ya con Dios la tuya espera.

Suya, pues, gloria en ti librado el premio
en pompa esclarecidamente[1] pía,
tanto incienso te ofrece, tanta cera[2].

San Ignacio de Loyola
San Ignacio de Loyola

Si gongorino es este soneto, tenemos otro del propio don Luis de Góngora que desarrolla el pie forzado del último verso, «ardiendo en aguas muertas llamas vivas»:

En tenebrosa noche, en mar airado,
al través diera un marinero ciego,
de dulce voz y de homicida ruego,
de sirena mortal lisonjeado,

si el fervoroso, celador cuidado
del grande Ignacio no ofreciera luego
(farol divino) su encendido fuego
a los cristales de un estanque helado.

Trueca las velas el bajel perdido
y escollos juzga que en el mar se lavan
las voces que en la arena oye lascivas;

besa el puerto, altamente conducido
de las que, para norte suyo, estaban
ardiendo en aguas muertas llamas vivas[3].

También me interesa reproducir ahora este otro de Alonso de Ledesma, especialmente por desarrollar en extenso la alusión (tópica, por otra parte, como hemos tenido ocasión de comprobar en una entrada anterior) a Vizcaya y a la abundancia de hierro en esa región, merced a la equiparación del cojo Ignacio con el cojo dios Vulcano:

Vulcano cojo, herrero vizcaíno,
si quieres ablandar un hierro helado
de un pecador protervo y obstinado,
saca tu fragua en medio del camino.

Los muelles de oración sopla contino
hasta que enciendas un carbón tiznado
que en fuego de lujuria se ha quemado
y es para fragua cual carbón de pino.

El hierro y el carbón, que es culpa y hombre,
traerás con las tenazas de paciencia
a tu amorosa y encendida fragua.

Pide a Jesús el fuego de su nombre;
la yunque y el martillo su conciencia,
y tú serás hisopo puesto en agua[4].

De Juan Pérez de Montalbán es un poema que comienza «Divino Ignacio, si al amor, si al celo…», y una glosa a «Segundo Ignacio, y segundo…», que no reproduzco. Existe, asimismo, una canción de Anastasio Pantaleón de Ribera sobre las estrellas del sepulcro de Ignacio, que empieza «Si tu atención no turba, oh, Peregrino…». No copio aquí, tampoco, otros muchos textos más que se podrían aducir de Francisco de Quevedo, Juan de Jáuregui, Antonio Mira de Amescua, etc. En fin, para cerrar este apartado, recordaré que existen, asimismo, versiones en tono jocoserio o incluso plenamente jocosas de los temas ignacianos (ya nos ha aparecido alguna en una entrada anterior). Por ejemplo, a un tal Juan Portillo pertenece este «Romance a lo burlesco justado en Sevilla», que transcribo por extenso —pese a su escasa calidad literaria y métrica— porque sirve como buena muestra de esas composiciones a lo ridículo. El poema (que en su segunda parte, que omito, se centra en Javier) abunda en chistes dilógicos y diversos juegos de palabras, sin que falten, una vez más, las consabidas alusiones a lo corto de razones de Ignacio y al famoso hierro de Vizcaya:

Aquel ingenio de Dios,
Dios es Dios, que no lo entiendo
ni aún entenderá el dïablo
lo que con Ignacio ha hecho.
Habiendo en el mundo tiendas
de científicos supuestos,
a la tienda de los cojos
vino a mostrar sus secretos.
No sé qué es lo que vio en él,
pues que con amor intenso
quiso darle a un peregrino
más virtudes que a un romero.
Y de una pierna quebrada,
cual de regalado lienzo,
pierna de sábana hizo
por darla a su esposa lecho.
En las quiebras que en su ley
heresïarcas hicieron,
hizo nuevas soldaduras
Dios con un soldado viejo.
De un espaldar hizo espalda
que llevó la cruz en peso,
y de su honor poner quiso
en una celada el celo.
Un soldado belicoso
quitó un acerado peto,
por hacerse pectoral
el mismo Dios de su pecho.
En una visera puso
visos para ver el cielo,
y en una lanza los lances
contra el poderoso infierno.
Dolerse de almas cristianas
puso en el libro del duelo,
y en medio de un voto a Dios
un en verdad y por cierto.
En aquel que se alojaba
en los cortijos y pueblos,
cifró de su empírea corte
gloriosos alojamientos.
Al que derribó a sus pies
cien mil adversarios muertos,
hizo tan mortificado
que a pies medirle pudieron.
El que al son de la trompeta
eran un león cuando menos,
ya es cordero y, sobre todo,
trompeta del Evangelio.
Con quien disparó en el campo
tantas bombardas de fuego,
quiso corregir del mundo
los disparates inmensos.
De un capitán que mandaba
dar tratos de cuerda horrendos,
hizo un ángel soberano
en lo tratable y lo cuerdo.
De una mecha de arcabuz,
¿quien vio tan extraño trueco?,
hizo una antorcha divina
que está en su presencia ardiendo.
De un soldado hizo un sol
que dio luz al universo,
y encerró en un ¡Cierra España!
el modo de abrirse el cielo.
Y dando a un falido triste
tu traje, su adorno y fieltro,
de un Marte hizo un Martín,
que es de caridad espejo.
En un corto de razones
puso tan largos conceptos,
que del concepto de Dios
declararon los misterios.
Finalmente a un vizcaíno,
sacándole de entre el hierro,
le dio en un decir ¡Jesús!
oro rico de su imperio,
que si el oro es caridad,
en Ignacio hay tanto de esto,
que con lo medio no hubiera
ningún vizcaíno necio.
Y no menos trueques hizo
Dios con otro Apóstol nuevo,
pues dicen que con Javier
le dio un jabón al infierno.
Que no bastó que en Ignacio
quiso vincular su fuego
para guisar su palabra
en el ártico hemisferio,
sino poner en la India
en Javier, varón excelso,
la especia para el guisado
de su divino Evangelio[5]


[1] Elizalde trae «esclareciente»; enmiendo.

[2] Ángel Valbuena Prat, Antología de poesía sacra española, Barcelona, Apolo, 1940, p. 294. Cito por Elizalde Armendáriz, San Ignacio en la literatura, Salamanca, Universidad Pontificia, 1983, pp. 47-48.

[3] Obras en verso del Homero español Luis de Góngora, que recogió Juan López de Vicuña, prólogo e índices por Dámaso Alonso, Madrid, CSIC, 1963. Cito por Elizalde Armendáriz, San Ignacio en la literatura, Salamanca, Universidad Pontificia, 1983, p. 49.

[4] Cito por Elizalde Armendáriz, San Ignacio en la literatura, Salamanca, Universidad Pontificia, 1983, pp. 51-52.

[5] Para más detalles remito Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola, entre historia y literatura (I). El Siglo de Oro», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 145-176.

San Ignacio de Loyola en la literatura del Siglo de Oro: poemas de justas y certámenes poéticos (3)

De Tirso de Molina es este «Romance», que se presenta como una justa entre Guipúzcoa, patria de San Ignacio de Loyola, y Navarra, tierra natal de Javier[1]:

Como juez de comisión
por la justa literaria
cometida a los poetas
entre Guipúzcoa y Navarra,
a dar audiencia a las partes,
con un bieldo en vez de vara,
se asentó al brocal del pozo
Paracuellos de Cabañas.
El bachiller Juan Polido,
abogado por Vizcaya,
graduado de barbero
en el juego de las damas,
informó como se sigue:
«Vizcaya, corta en palabras,
larga en obras y en limpieza,
de Ignacio dichosa patria,
querella de su vecina,
porque, siendo patrïarca
Loyola de sus bonetes,
de sus santos primer causa,
posponiéndole a Javier,
quiere que, en silla más alta,
compre su hijo la gloria
a costa de sus hazañas.
Esto es contra el mandamiento
cuarto, en que la Iglesia manda
honrarás tu padre y madre,
y siendo cosa tan clara
que es Ignacio padre suyo
(si no natural, por gracia),
en tercio y quinto merece
mejoras de esta ganancia.
Non est discipulus, dice
de Dios la verdad sagrada,
supra magistrum, ni es bien
que Javier contra esto vaya.»
«Callad —dijo Blas Alonso,
abogado por Navarra—,
que os hace hablar en latín
la sidra de sus manzanas.
La gloria es medida justa
de los méritos y alcanzan
los de Javier en el Cielo
corona más encumbrada.»
«¿Más que Loyola? —replica—.
Eso no, que es patria cara
Vizcaya suya y está
dos dedos de Dios Vizcaya.»
«Andad con Dios —dijo el otro—,
que según el hierro labra
Vizcaya, yo, pecadora,
podré decir, muy errada.»
«A no dar hierro sus minas
—dijo estotro—, ¿con qué espadas
murieran en Roncesvalles
los doce Pares de Francia?
Más noble es esta que esotra.»
«Mentís —dijo— por la barba.»
Era capón Juan Polido,
y respondió: «No me agravia.»
Levantose Paracuellos
y dijo, en la dicha causa:
«Fallo que paguen las costas
el salero y las cucharas.»

San Ignacio de Loyola y San Francisco Javier
San Ignacio de Loyola y San Francisco Javier

Según vemos, toda la composición, de tono marcadamente jocoso, abunda en chistes basados en dilogías, paronomasias y otros juegos de palabras, sin que falten las consabidas alusiones a los vizcaínos cortos de razones y al hierro de Vizcaya.

Por su parte, Calderón de la Barca tiene varios poemas dedicados al santo, como por ejemplo un romance a la penitencia de San Ignacio, con el que ganó el primer premio en el certamen de las fiestas de la canonización. Los versos son, ciertamente, gráciles y hermosos:

Con el cabello erizado,
pálido el color del rostro,
bañado en un sudor frío,
vueltos al cielo los ojos,
más muerto que vivo, haciendo
de gemidos y sollozos
los suspiros una esfera,
las lágrimas dos arroyos,
a Ignacio su mismo cuerpo
lado, sangrïento y roto
desta manera le dice
con voz baja y pecho ronco:
«—No te espantes si te trato
como ajeno de ti propio,
que es bien que con otro hable,
pues ya contigo soy otro.
No es mucho ignore quién eres
si el mismo que soy ignoro,
que tal tu rigor me ha puesto,
que aun a mí no me conozco.
Siete días ha que muero,
pues vivo sin saber cómo,
y a mi torpe natural
forzosas leyes le rompo.
Negando lo que me pido,
siete días ha que solo
agua de lágrimas bebo
y pan de dolores como.
Duros abrojos tres veces
castigan mis perezosos
miembros: tan estéril tierra
¿qué ha de tener sino abrojos?
Gastadas tengo las piedras
donde las rodillas pongo,
y porque cabales[2] vivan
cubro de sangre los hoyos.
Vivo cadáver me dejas
y en su espíritu dichoso
vas a gozar dulces gustos,
a gustar süaves gozos.
Todo en amor te transformas
porque vivas en Dios todo
con una gloria amorosa
y con un amor glorioso.
Al alma solo regalas,
quejas justamente formo,
pues a tus gustos mis penas
son manjar dulce y sabroso.
Dueño soy de los sentidos,
¿qué importa, si no los gozo[3]?,
pues sin alma ¿qué me sirven
boca, manos, oídos ni ojos?
Yo sus contentos no gusto,
yo sus gustos no los toco,
sus regalos no los veo,
sus dulzuras no las oigo.
Mira no se ofenda Dios
que cargues sobre mis hombros
murallas de penitencia,
siendo el cimiento tan poco.
Una llama soy que vivo
obediente a un fácil soplo,
humilde barro y, al fin,
fuego y humo, tierra y polvo[4]


[1] Al frente del «Certamen décimo» van estas palabras: «Pudieran competir, a tener discurso, las vecinas patrias de los dos canonizados, padre y hijo, aunque renovaran antiguas competencias, sobre la mayoría de tan ínclitos tutelares. Esta litis pidió la justa literaria se decidiese y Paracuellos, atribuyéndose el compromiso en un romance de dieciséis coplas (tasa de la festiva premática), sentenció, con su donaire acostumbrado, de esta suerte…».

[2] Elizalde trae «cuales», mala lectura que corrijo.

[3] Elizalde lee «sino los gozos», lectura que enmiendo.

[4] Cito por Ignacio Elizalde Armendáriz, San Ignacio en la literatura, Salamanca, Universidad Pontificia, 1983, pp. 35-36. Para más detalles remito Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola, entre historia y literatura (I). El Siglo de Oro»Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 145-176.

San Ignacio de Loyola en la literatura del Siglo de Oro: poemas de justas y certámenes poéticos (2)

De Alonso de Bonilla podemos recordar una composición sobre San Ignacio de Loyola recogida en su Nuevo jardín de flores divinas, publicado en 1617, en la que, al decir del Padre Elizalde, «añade a la semblanza del soldado la nota de disciplina cortante, militar y vasca del “creer y obrar”»[1], verso repetido a modo de estribillo. El autor juega con las cortas razones de vizcaíno[2] ‘vascoparlante’ de Ignacio y la dilogía de hierro (abundante en Vizcaya) / yerro ‘error, equivocación’:

—Ignacio, ¿entre las naciones
vuestro lenguaje es divino?
—Antes, por ser vizcaíno,
soy muy corto de razones.
—Pues si dais cortas lecciones,
¿qué pretendéis enseñar?
—Creer y obrar.
—En Vizcaya es vinculada
hoy la ciencia de justicia.
—Sí, mas la humana estulticia
la tiene por vizcainada.
—Del cielo son estos dones
de vuestro ingenio divino.
—¿No veis que soy vizcaíno
y soy corto de razones?
—Pues con tan cortas lecciones,
¿qué pretendéis enseñar?
—Creer y obrar.
—Sois, Ignacio (si no yerro),
oro entre yerro nacido.
—Para haber de ser sufrido
nacer convino entre hierro.
—Vos sois, entre las naciones,
elocuente y peregrino.
—Corto, como vizcaíno,
soy en todas mis razones.
—¿Qué aprenden los corazones
con tan corto razonar?
—Creer y obrar[3].

San Ignacio de Loyola

También podemos traer a estas páginas otro poema de Alonso de Bonilla, en esta ocasión un soneto[4], de estilo bien diferente, que se abre con una referencia mitológica al Cancerbero e incluye una alusión a Javier en los vv. 7-8:

Como el voraz de la trifauce frente
es valiente y sagaz, el Verbo amante,
celando dél su Esposa militante,
fio su honor de un sabio y de un valiente.

Ignacio fue del brazo omnipotente,
contra el infierno, espada de diamante,
y el insigne Javier pluma elegante
regida por deidad indeficiente.

Porque quien dijo ciencia dijo pluma,
quien dijo espada dijo valentía,
y todo es armas para el brazo eterno;

que si la espada vicios corta, en suma,
la pluma es un cañón de artillería
contra las fuerzas del horrible infierno.

Recordaré asimismo un soneto de Bartolomé Leonardo de Argensola, que el Padre Elizalde valora diciendo que es «de dicción pura, intelectual, sin arrebatado vuelo lírico»[5]:

Cuelga Ignacio las armas por trofeo
de sí mismo en el templo, y con fe ardiente
espera que las suyas le presente
quien la infunde tan bélico deseo.

Que así, en dejando al pastorcillo hebreo
el real arnés, le dio una fiel corriente
limpias las piedras con que hirió en la frente
altiva al formidable filisteo.

Salid, pues, nuevo rayo de la guerra,
a los peligros que producen gloria,
oprimid fieras, tropellad gigantes,

que si al valor responde la vitoria,
no dejaréis cervices repugnantes
ni en los últimos fines de la tierra[6].

Con motivo de las fiestas de la beatificación (27 de julio de 1609), Lope de Vega glosó en décimas «Si por nombre capitán…». Pero la mejor pieza ignaciana del Fénix es «Al Beato Ignacio, cuando colgó la espada en Monserrate», de la que destaco el bello verso paronomástico «armas que conquisten almas»:

En aquel monte serrado
donde gusta de vivir
aquella serrana hermosa
más bella que Abigaíl,
a cuyo niño le ponen
una sierra, por decir
que instrumentos de Josef
no los aparte de sí,
un soldado vizcaíno,
y cansado de servir
guerras del mundo en Navarra
contra las flores de lis,
la espada al altar ofrece
porque se quiere ceñir
armas que conquisten almas,
que Dios se lo manda así.
Mirando se está Jesús,
y la boca de rubí
bañó de risa y de gloria
sobre su blanco marfil,
porque ver que un vizcaíno
la dorada trueque allí
por una cruz de madera,
los niños hará reír.
Mas dicen que fue alegría
de ver que quiere esculpir
su santo nombre en los hechos
del más bárbaro gentil.
Porque ha de hacer Compañía
que por él vaya a morir
desde la dichosa España
hasta las islas de Ofir.
Que adonde el fiero Luzbel
sembrara torpe maíz,
han de sembrar pan del cielo
con ricas aguas de abril.
Mucho le pesa al soldado
de verse cojo al salir
a guerra tan peligrosa,
que se han vuelto más de mil.
Pero díjole una voz:
«—Ignacio fuerte, partid,
que no ha menester las piernas
quien ha de ser querubín.
Cubrid con alas la Iglesia,
que el Jacob a quien servís
de todas sus religiones
os quiere hacer Benjamín.
No se ha de preciar España
de Pelayo ni del Cid,
sino de Loyola solo,
porque a ser su sol venís.
El nombre tenéis de fuego,
mas no es mucho presumir
quien a Jesús acompaña
de abrasado serafín.
Haced vuestra Compañía
y tomad el nombre aquí,
que os esperan enemigos
en el Japón y el Brasil.
Los principios no os espanten
pues con tal nombre salís,
que donde Dios da el principio,
seguro tenéis el fin.
A la envidia, aunque es tan fuerte,
pisad la dura cerviz,
que si es gigante la envidia
vos sois piedra de David[7].

Como podemos apreciar, los poemas de Lope y de Argensola coinciden en tratar el motivo de la entrega de las armas caballerescas como exvoto en Monserrat y en incluir una alusión a David vencedor de Goliat[8].



[1] Elizalde Armendáriz, San Ignacio en la literatura, Salamanca, Universidad Pontificia, 1983, p. 24.

[2] Véase Anselmo de Legarda, Lo vizcaíno en la literatura castellana, San Sebastián, Biblioteca Vascongada de los Amigos del País, 1953.

[3] BAE, vol. XXXV, p. 236. Cito por Elizalde Armendáriz, San Ignacio en la literatura, pp. 24-25.

[4] Incluido en Alonso de Bonilla, Nombres y atributos de la impecable siempre Virgen María, Señora Nuestra. En octavas, con otras rimas a diversos asumptos y rimas difíciles, en Baeza, por Pedro de la Cuesta, 1624.

[5] Elizalde Armendáriz, San Ignacio en la literatura, p. 27.

[6] BAE, vol. XLII, p. 325. Cito por Elizalde Armendáriz, San Ignacio en la literatura, pp. 27-28.

[7] BAE, vol. XXXV, p. 124. Cito por Elizalde Armendáriz, San Ignacio en la literatura, pp. 30-31.

[8] Para más detalles remito Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola, entre historia y literatura (I). El Siglo de Oro», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 145-176.

San Ignacio de Loyola en la literatura del Siglo de Oro: poemas de justas y certámenes poéticos (1)

Abordaré esta amplia materia en cuatro apartados: 1) Poemas de justas y certámenes poéticos; 2) Ignacio y Javier, en buena Compañía (esto es, aquellos poemas que cantan de forma conjunta a San Ignacio de Loyola y a San Francisco Javier); 3) Los poemas extensos; y 4) San Ignacio de Loyola en el teatro jesuítico. En esta y las próximas entradas revisaremos el primer apartado, los poemas de justas y certámenes poéticos.

Como ya adelantaba en una entrada anterior, fueron muy abundantes los poemas escritos en el siglo XVII para certámenes y justas poéticas en honor a San Ignacio. Así lo explica el Padre Elizalde:

Con motivo de la beatificación y canonización de Ignacio se celebraron en toda España y América solemnes y suntuosas fiestas. Uno de los actos más brillantes de estas fiestas eran los certámenes o justas poéticas. Desde entonces, Ignacio comenzó a vivir en el mundo literario. Todos los grandes poetas de entonces ensayaron su estro en honor del santo, consiguiendo poesías de verdadero valor y mérito. Sin embargo, a veces, la barroca exageración de los gestos y de la expresión se entrega a verdaderas orgías, contorsionándose en atrevidas creaciones de vocablos o en extraña técnica de la imagen y del tropo. El arte degenera en artificio y la idea en simple forma y gesto. Por otra parte, se advierte cierto servilismo, falto de espontaneidad, una verbosidad estéril y un frío clasicismo, con mezcla de conceptos paganos y cristianos, que hacen perder el buen gusto a la poesía religiosa[1].

Podemos recordar, por ejemplo, las fiestas de Sevilla en 1609 (con motivo de la beatificación), las fiestas y el certamen poético de la Villa de Madrid en 1622, o el del Colegio Imperial de Madrid ese mismo año (Elizalde enumera los temas propuestos en las pp. 76 y ss. de su libro); también destacaron las fiestas de Sevilla, en esas mismas fechas, y hubo muchas más en numerosos lugares de España, Portugal y América. En estos certámenes le dedican composiciones autores menos importantes como López de Úbeda, Bonilla, Jáuregui, Villamediana o Bartolomé Leonardo de Argensola, pero también los «primeros espadas» de la época: Góngora, Lope, Tirso, Calderón… En esta centuria, los poetas —comenta Elizalde— destacan fundamentalmente tres aspectos en su acercamiento a Ignacio: el militar, el caballero y el contrarreformista.

San Ignacio de Loyola

Uno de los primeros poetas que le canta es Juan López de Úbeda, quien en su Cancionero general de la doctrina cristiana (Alcalá, 1596) incluye dos romances, el primero de los cuales está dedicado a la fundación de la Compañía de Jesús como bastión contra los protestantes de Lutero y subraya la nota de caballería y el sentido militar de la nueva orden:

Cuando esa grande Alemania
de herejes toda se ardía,
que aquel perverso Lutero
por ella esparcido había;
cuando África y Europa,
Asia y los que en ella había
irritan a todo el cielo
con su grande tiranía,
persiguiendo a nuestra Iglesia
con su grande apostasía,
inficionando a sus hijos
con peste de rebeldía,
se levanta un caballero,
que Ignacio por nombre había,
ilustre y de noble sangre,
diestro en la caballería,
de un ánimo invencible
cual esta empresa pedía.
Discurre por ese mundo
por ver si en él hallaría
caballeros y soldados
de fuerzas y valentía
que la bandera de Cristo
defiendan en compañía.
Hace luego se eche bando,
que en todo el mundo se oía,
que cualquiera que quisiese
llevar a Jesús por guía,
que su divisa y renombre
luego al tal se le daría,
y por dalles mayor brío
de sí mención no hacía.
Acuden muchos soldados
de gran precio y valentía
con las armas y atambores
a lo que el bando decía;
gente ilustre y valerosa
en letras y prelacía,
de toda suerte y estado,
cual el bando lo pedía.
Cuando Ignacio vio a su lado
juntarse tal compañía,
con ánimo valeroso
a todos así decía:
«Caballeros esforzados,
a quien corazón dolía,
mirad y tended los ojos
a los heridos que había;
por tanto, gente esforzada,
pues esta empresa no es mía,
libertemos a los hombres
de tan grande tiranía»[2].

El poema presenta un marcado tono bélico-militar, al tiempo que apreciamos en él ciertos ecos romanceriles. El segundo es un apóstrofe a San Ignacio de Loyola (en su primera parte), al que se retrata de la siguiente manera:

Siempre lo tuviste, Ignacio,
seguir la caballería,
siempre las grandes hazañas
fueron de tu animosía.
Siempre ese pecho animoso
de más alto fin se guía,
siempre en toda cuanta empresa
tu gran prudencia fue guía.
Siempre fue tu fortaleza
la que todo lo vencía,
siempre en lo perdido medio
tu sagacidad ponía.
Nunca desmayaba Ignacio,
nunca victoria perdía
por falta de buen consejo,
ni menos de valentía;
pero nunca tan ilustre,
nunca así acertado había
como en la postrer jornada
y nueva capitanía.
Jesús le dio los soldados
de noble caballería,
nuevo capitán le hace
de la santa Compañía;
ármale Jesús sus armas
y en su pecho se escribía,
y a su costa y en su nombre
a él conquistar le envía.
Siempre va Ignacio el más pobre,
siempre sus gastos hacía
de aquella rica pobreza
que a Dios prometido había;
siempre el más obedïente,
a su obediencia regía
un ejército tan noble
y con él cuanto quería.
Siempre el primero en las armas
y el postrero en despedirlas,
el que en las armas más hizo
y aquel que más lo encubría.
Siempre los graciosos hechos
por su consejo se hacían,
pero siempre el buen suceso
Ignacio a Dios refería.
Siempre su saber profundo
y las ventajas que hacía
con una risa severa
su santidad encubría.
Siempre en todo más que todos,
solo en poco él se tenía,
y con paternal clemencia
hermano a todos se hacía[3].

Desde el punto de vista estilístico, destaca en esta composición el empleo continuado de la anáfora de siempre, nunca, siempre[4]


[1] Elizalde Armendáriz, San Ignacio en la literatura, Salamanca, Universidad Pontificia, 1983, pp. 65-66.

[2] BAE, vol. XXXV, pp. 123-124. Cito por Elizalde Armendáriz, San Ignacio en la literatura, pp. 21-22. En este texto, y en general a lo largo de todas las citas, me tomo la libertad de modificar levemente la puntuación y las grafías, cuando considero que mi intervención contribuye a mejorar el sentido.

[3] BAE, vol. XXXV, p. 124. Cito por Elizalde Armendáriz, San Ignacio en la literatura, pp. 22-23.

[4] Para más detalles remito Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola, entre historia y literatura (I). El Siglo de Oro», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 145-176.

Breves consideraciones sobre San Ignacio de Loyola como personaje literario

La primera consideración que quiero hacer es que estamos ante un tema muy extenso, y esto ya lo ponía de relieve el Padre Ignacio Elizalde en el prólogo de su estudio, con palabras que hago mías: «la materia es tan amplia que la pretensión de ser exhaustivo sería ingenua y atrevida»[1]. Eso ocurre de forma especial en el siglo XVII, en el que se acumulan muchas obras sobre San Ignacio de Loyola que se concentran en torno a la fecha clave de 1622, año de su canonización (lo mismo sucede en el caso de San Francisco Javier). También son importantes, a este respecto, los años 1609 (beatificación de San Ignacio) y 1640 (primer centenario de la Compañía de Jesús). El XVII es, no lo olvidemos, el siglo de la hagiografía y, como certeramente escribe el Padre Elizalde, para el español del siglo XVII

eran las grandezas militares todavía reales, llenas de contenido, para las cuales busca la expresión adecuada en una plenitud de formas. El Barroco seguirá creando y alentando el mito militar y heroico, que, en realidad, venía por tierra a pasos agigantados. Por eso una de las figuras más representativas, que en esta época sintetiza la milicia temporal y la espiritual, es Ignacio de Loyola, el soldado santo y el santo caballero, según la creación barroca. Incluso se dará a la fundación de la Compañía de Jesús, en la literatura, un espíritu castrense a tono con la época. Su nombre sonará militarmente a batir de tambores y cargas de infantería[2].

Ignacio de Loyola,como soldado

Pues bien, Ignacio es cantado en los numerosos certámenes literarios y justas poéticas, celebrados tanto en España como en América, y organizados por las ciudades, los colegios y las casas de la Compañía. Y eso, no solo en composiciones líricas breves, sino también en extensos poemas heroicos de tono mayor y aliento épico[3]:

Hubo, sin embargo, poetas que se sintieron con arrestos para el extenso poema heroico en tono mayor. Estos autores están convencidos del carácter heroico-religioso del santo. En estos poemas se dan las mismas características barrocas que en las poesías sueltas. Aparece en primer plano el elemento militar, caballeresco, contrarreformista más que el clima ascético, íntimo, en el que San Ignacio vivió. El mismo arte del primor y de la agudeza, cabrilleo de conceptos y juegos verbales. Los poemas ignacianos del Barroco serán una deformación, como lo son las pinturas de Rubens sobre los milagros del santo o la aparición de Jesús al fundador, de Espinosa. La misma diferencia que encontramos entre la figura severa de Ignacio de Loyola, trazada por Rivadeneyra, comparada con los poemas retorcidos y pomposos de Escobar, Butrón o Camargo. Pero no podemos negarles arte e inspiración con valores característicos de un movimiento literario y una moda de época[4].

Por esos mismos años, también es muy importante la presencia de Ignacio como personaje literario en el denominado teatro escolar o jesuítico[5], corpus en el que destacan, como veremos, las obras de los Padres Valentín de Céspedes y Diego Calleja.

Más tarde, desde el siglo XVIII, se puede apreciar una notable hostilidad literaria a San Ignacio y los jesuitas. El Padre Elizalde recuerda el caso de Pedro Antonio de Alarcón, con su famosa novela El escándalo (en el lado opuesto, tendríamos que mencionar la igualmente célebre en la época Pequeñeces del Padre Coloma); luego, ya en el siglo XX, pensemos que la Electra de Galdós fue usada como bandera contra el jesuitismo, y que duras críticas a la Compañía se recogen en AMDG de Ramón Pérez de Ayala y en varias novelas de Vicente Blasco Ibáñez. Por otro lado, numerosas narraciones de Juan Antonio de Zunzunegui, Torcuato Luca de Tena, José Luis Castillo Puche o Fernando Vizcaíno Casas, entre otros muchos autores de posguerra, han reflejado la educación de los jóvenes españoles que estudiaron en colegios jesuitas.

Si de la narrativa pasamos al ensayo, tenemos que muchos de los autores de la Generación del 98 se acercaron a la figura de San Ignacio de Loyola, como de nuevo hace notar el Padre Elizalde:

Casi todos los miembros de la Generación del 98 hablan en sus obras de San Ignacio de Loyola. Algunos, por ser vascos, como el fundador de la Compañía de Jesús. Así, Unamuno, Baroja y Maeztu. Otros, por haber estudiado con los jesuitas, como Ortega y Gasset, alumno del colegio de Miraflores del Palo, en Málaga, y de la Universidad de Deusto. Otros, como Azorín, por su contacto con Loyola y con obras de los jesuitas. Todos ellos reflejan el carácter militar de Ignacio y de su Compañía. Reconocen su genio organizador y su temperamento universalista y apostólico, dentro de sus características vascas[6].

En fin, el santo guipuzcoano y universal también aparece tratado literariamente en la poesía y el teatro de la época moderna y contemporánea: en poesía, podríamos mencionar, entre otros, los nombres de Ramón de Basterra, Jacinto Verdaguer, Josep Maria López-Picó, Ramón Cué o Dámaso Alonso; en teatro, al menos los de Juan Marzal, José María Pemán o Manuel Iribarren. Por último, San Ignacio ha recibido una importante atención literaria en la novela histórica, subgénero narrativo muy en boga en la segunda mitad del siglo XX y en lo que va del siglo XXI, no solo en España (Pedro Miguel Lamet), sino también por parte de autores extranjeros (Louis de Wohl)[7].


[1] Ignacio Elizalde Armendáriz, San Ignacio en la literatura, Salamanca, Universidad Pontificia, 1983, p. 7.

[2] Elizalde Armendáriz, San Ignacio en la literatura, p. 8.

[3] En la época se escribieron también numerosos sermones dedicados al santo. Mencionaré tan solo uno de finales del siglo, debido al sangüesino Jacinto de Aranaz: A San Ignacio de Loyola, fundador ínclito de la Compañía de Jesús: en la Dedicación de la Basílica nueva que le ha erigido su colegio en el sitio del Castillo de Pamplona, donde fue herido de una bala. Culto sacro. En el día de San Francisco de Borja, diez de octubre de 1694, Pamplona, s. i., 1694.

[4] Elizalde Armendáriz, San Ignacio en la literatura, p. 9.

[5] En la actualidad, el Grupo de Investigación Siglo de Oro (GRISO) de la Universidad de Navarra tiene en marcha un proyecto para editar todo el teatro jesuítico javeriano. Sería de desear un proyecto similar para recuperar las obras de teatro centradas en San Ignacio de Loyola (sin olvidar que en varias de estas piezas los dos compañeros comparten protagonismo).

[6] Elizalde Armendáriz, San Ignacio en la literatura, p. 11.

[7] Para más detalles remito Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola, entre historia y literatura (I). El Siglo de Oro», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 145-176.