«Don Amor volvió a Toledo» (1936), de Félix Urabayen: la identificación entre Toledo y Leocadia (y 3)

Leocadia había tenido hasta entonces tres amantes, igual que las tres civilizaciones que hicieron grande y bella a Toledo, sus tres amores. Así escribe el narrador de la novela de Félix Urabayen:

Los amores, como las civilizaciones, dejan siempre huellas imborrables; no hay necesidad de perpetuarlas en leyes humanas. Tres pasaron por Toledo, ninguna la dominó en absoluto. Tres amores intentaron dominar a Leocadia; de todos supo liberarse a tiempo. Y yo te digo que, a pesar de los pesares, la mujer más cercana a Dulcinea es mi sobrina. Ella y Toledo son lo más romántico del mundo (pp. 180-181)[1].

Para Inocente, Santafé es un pícaro, y hay que expulsarlo de Toledo, como si fuera el maligno (pp. 181-182). A propósito de sus ideas para traer agua limpia, que mejorará la salubridad de la ciudad, comenta el capellán:

Para morirse en Toledo, nos basta la suciedad espiritual […]. Toledo es una ciudad interiormente podrida por la roña árabe, la lepra judía y la sarna goda. Su única liberación es acercarse a la Iglesia. ¿Por qué se salvó Toledo en la antigüedad? Porque se hizo cristiana. Mientras Leocadia no se aleje de mí habrá esperanzas de salvarla (p. 182).

Para el capellán, la Belleza, la Historia y la Tradición (así, con mayúsculas) van unidas al Arte, y están reñidas con la Modernidad y el Progreso. Poco a poco va dando él también en loco. Mientras tanto, Santafé trata de explicar en la tertulia del casino los beneficios derivados de su plan. Para unos hay veinte Toledos distintos. Para el deán, la ciudad imperial se ha vestido mantos distintos para dormitar en cada época (p. 192), pero solo hay un Toledo. Santafé se defiende de los que opinan que Toledo no admite reformas: Toledo es o no es. Para él, la ciudad ha muerto y es un cadáver insepulto, una gusanera (p. 193). Pero no, no todo ha muerto, queda el río, joven y alegre, que simboliza la vida y la salvación. El río dará paso a una nueva ciudad, su aprovechamiento inteligente supondrá su resurrección (p. 194). Él no piensa destruir Toledo, sino convertirla en una verdadera joya para los turistas. Él la ama más que todos. «Toledo sola, con su grandeza, con su pasado, como el símbolo de una deidad fenecida. ¡Así la concibo yo! Nunca como una de esas viejas egoístas cerradas a la alegría y a la generosidad, a cuyo cuidado se amustia y envejece otra generación por un cariño suicida y mal interpretado» (p. 195). Sin embargo —y es un hecho significativo—, todos sus oyentes se quedan dormidos mientras él expone estas ideas.

El río Tajo a su paso por Toledo
El río Tajo a su paso por Toledo

Nos acercamos al final. El capítulo VI de la segunda parte habla de la epidemia de gripe que se extiende por Toledo. Inocente cae enfermo, y lo mismo Leocadia. Toda la ciudad «empezaba a asemejarse a una agonizante arropada entre murallas y dispuesta a morir reclinada sobre la pesadumbre de sus cerros» (p. 200). Leocadia empeora, su estado es grave y delira. Su tío el capellán insiste en salvarla a ella y a Toledo, lo que se conseguirá gracias a él, es decir, a la Iglesia (p. 202). Inocente da un somnífero a Marieta, la mujer que cuida a Leocadia, y esta, en medio de su delirio, abre la puerta del balcón y se arroja a la calle. La novela acaba con la descripción de la mujer muerta (p. 205); su rostro, «sereno y armonioso, como tallado en piedra antigua», de nuevo la identifica en estas últimas líneas con Toledo. Igualmente, la ciudad también semeja un cadáver: «Toledo, dormido todavía, parecía un cadáver dispuesto para la inhumación: terroso, descompuesto, hediendo ya» (p. 205), como una gusanera. Marieta comenta que Leocadia está bella y parece viva. Y replica el capellán (son las palabras finales de la novela): «Es verdad […]; parece que vive, pero está muerta. Como la ciudad…» (p. 206)[2].


[1] Citaré por Félix Urabayen, Don Amor volvió a Toledo, Madrid, Espasa-Calpe, 1936.

[2] Remito para más detalles a mis trabajos: Carlos Mata Induráin, «La herencia del 98. Félix Urabayen o el idilio entre Vasconia y Castilla»Pregón Siglo XXI, núm. 12, Navidad de 1998, pp. 23-27; «Toledo, ciudad dormida. El retrato físico y moral de la “imperial ciudad” en la narrativa de Félix Urabayen», en Kay M. Sibbald, Ricardo de la Fuente y Joaquín Díaz (eds.), Ciudades vivas / ciudades muertas: espacios urbanos en la literatura y el folklore hispánicos, Valladolid, Universitas Castellae, 2000, pp. 217-234; y «Toledo en la narrativa del 98 y del Regeneracionismo: Camino de perfección (1902) de Pío Baroja y Toledo: Piedad (1920) de Félix Urabayen», en Manuel Casado Velarde, Ruth Fine y Carlos Mata Induráin (eds.), Jerusalén y Toledo. Historias de dos ciudades, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2012, pp. 215-231.

«Don Amor volvió a Toledo» (1936), de Félix Urabayen: la identificación entre Toledo y Leocadia (2)

A partir del capítulo VIII de la novela de Félix Urabayen[1] se introduce al segundo pretendiente de Leocadia, el pintor Fernando Gaitán, hombre de unos treinta años que ha regresado tras una larga ausencia. En este punto se intensifica la identificación Leocadia=Toledo, pues Gaitán encuentra a las dos magníficas; al pasar junto a la muchacha, el «insinuante y sensual» pintor la envuelve en una mirada «punzante de deseo y de admiración», mientras ella enrojece; y añade el narrador:

Y al pintor le recordó la ciudad tal como la viera la víspera en la hora crepuscular: acostada entre nubes lechosas y blandas, encendida por la llamarada de un sol anaranjado y violento que se obstinaba en velar el parpadeo de las estrellas sobre el verdeazul profundo y sensual del río… (pp. 96-97).

Leocadia se prenda de Fernando: le parece «galán, magnífico y soñador», es elegante, tiene conversación, y ambos inician su idilio en casa del cura[2]. Daniel da por bueno a este novio, que es pobre pero hidalgo. Sin embargo, muere el padre de Leocadia, y ella, encerrada en un voluntario aislamiento, comienza a sentir desvío por Gaitán. Ahora es el pintor quien insiste en la imagen de la ciudad como mujer con varios amantes: «Yo he comparado a Toledo con una mujer inconstante: se ha dado a todos un poco, pero ninguno la ha hecho suya por completo» (p. 117). Gaitán quiere casar con Leocadia, pero ella se muestra «tan incomprensible como la ciudad» (p. 121). Al final, el pintor huye a Portugal, escribiendo una carta a Leocadia en la que le pide perdón. De esta forma desaparece el segundo pretendiente.

Sin embargo, la marcha al cigarral de Leocadia y su tío Inocente va a dar ocasión para un tercer amorío. En el capítulo XI conocemos al ceramista andaluz Matías Olivares, que instala su horno cerca de casa de Leocadia. La vecindad hace nacer en él una atracción morbosa, y Matías se transforma en un fauno al acecho de su presa femenina en su cubil; un día de tormenta la fascina con su mirada y, tras una lucha primitiva, «la había poseído en un arranque de audacia» (p. 136). Como su negocio va mal, casarse con la rica muchacha es una solución a sus problemas económicos. Pero ella ha resuelto que no se casa, y Matías Olivares termina también por marcharse de la ciudad.

La parte segunda, «La última aventura», introduce la figura de Lorenzo Santafé, una nueva posibilidad amorosa para Leocadia: es la mejor de todas, pero fracasará por la oposición del ambiente. El capítulo I indica que la ciudad prefiere morir a transformarse, y eso mismo va a pasar con la mujer. Un día de marzo aparece Santafé en el casino: se trata de un ingeniero de Cuenca, soltero y rico, de ideas progresistas y modernizadoras (lee El Socialista), que tendrá que oponerse a las fuerzas vivas[3], formadas por «los más conspicuos vagos de la población» (p. 155). El muchacho queda enamorado de Leocadia, y también prendado de la ciudad. Santafé viene a desviar el Tajo, lo que supondrá posibilidades de industrialización; su plan hidráulico podrá salvar a Toledo, ciudad encerrada en sí misma (p. 159). Se trata de sacar provecho integral del río, consiguiendo electricidad y tierras de regadío: «Basta de roña histórica y de nostalgias sentimentales» (pp. 164-165).

El río Tajo a su paso por Toledo

Pero sus ideas de progreso van a topar con la resistencia de los inmovilistas. Cuando le reprochan que con sus proyectos se perderá la Toledo histórica y legendaria, compara a la ciudad con una mujer estéril:

¿Y a mí qué? ¿Es mi papel acaso velar por el pasado? Allá los artistas, los eruditos, los literatos, los poetas. Que la conviertan en museo o que la dejen morir. Toledo es una mujer estéril que no conoce todavía el amor, porque el Tajo, su rondador eterno, no se ha cuidado de fecundarla. La época de los trovadores pasó hace muchos siglos. Será muy romántico rememorarla. Pero cuando la Humanidad esté de vuelta de todas las posibilidades (p. 165).

Toledo comenta la futura boda, y la propia muchacha acepta esta vez a su pretendiente. Sin embargo, su tío, el capellán Inocente, será uno de los principales opositores de Santafé: dice que es un aventurero, «un capitán de industria», y opone la tradición y la historia a sus ideas de progreso: «¿Y los siglos, no son nada? ¿Y la Historia? ¿Y la tradición? Cambiar a Toledo es una blasfemia que, si no las leyes humanas, la Providencia divina se encargará de castigar» (p. 169). Para él esa boda será la desgracia de Leocadia y de la ciudad[4]. Leocadia, como Toledo, ha sido amada por todos sus pretendientes y por ninguno, y ella misma lo explicita:

He creído ser amada muchas veces y otras tantas fui defraudada en lo más hondo de mis sentimientos. Desde muy niña me adularon, me consintieron, me divinizaron todos: artistas, literatos, vividores, forasteros. He sido la musa de hombres de genio y de hombres vulgares que creían amarme y a los que procuré amar. A todos me di un poco, buscando de buena fe el amor íntegro, el verdadero amor. No lo hallé en ninguno. Todo era palabrería, literatura, ambición de medro a mi costa. Todos pensaron en sí mismos; ninguno pensó en mí. Amores de artista que huyeron un día por la puerta de Bisagra para no volver jamás… (p. 170).

Solo el amor de Santafé puede ser fecundo, pero la aversión del cura hacia el ingeniero se convierte en odio profundo. Siguen corriendo rumores de que pretende cambiar y destruir el Toledo artístico (p. 171) y halla una atmósfera contraria entre las fuerzas vivas («vivas por un milagro de la Providencia», p. 172) de la ciudad[5]. El ingeniero se da cuenta de que el Tajo ronda la ciudad, pero no la fecunda (pp. 173-174). Leocadia, desquiciada de los nervios, cada vez está más violenta y da signos de la locura latente en la familia de los Meneses. Santafé quiere ser dueño de la mujer y la ciudad. El cura, por su parte, hace propósitos de salvar conjuntamente a Toledo y a Leocadia, la mujer de carne y la mujer de piedra, aunque tenga que matar o morir para ello:

No. Ni la ciudad ni la mujer podrían pertenecer a un forastero. Eran suyas, de la Iglesia, de quien las vio nacer, de quien las amó sin deseo impuro, ni carnal, ni codicioso. El capellán las había amado a las dos por sus pecados, por sus errores, por su largo historial de buenas mozas que mantuvieron encendido el fervor devoto de cien razas venidas para ofrendarla sus joyas más preciadas. Las amaba por el sosiego cristiano de su voz cariciosa y por la avaricia semita de sus encantos escondidos. Amaba la piel moruna de la mujer de carne y de la mujer de piedra. Miraba hacia atrás, y al mirar soñaba (p. 177)[6].


[1] Citaré por Félix Urabayen, Don Amor volvió a Toledo, Madrid, Espasa-Calpe, 1936.

[2] «Las rupestres estancias del capellán decoraron el nuevo soneto erótico, sirviendo de discreto escenario en esta segunda salida de Leocadia por los alegres caminos de Venus» (p. 105).

[3] Lorenzo Santafé nos recuerda inmediatamente al ingeniero Pepe Rey que acude a Orbajosa en Doña Perfecta, de Pérez Galdós. En esa novela el sacerdote con el que choca se llamaba don Inocencio, mientras que aquí el capellán es don Inocente. No parece que sea casualidad, pues ninguno de estos personajes eclesiásticos tiene nada de inocente en el desenlace de las respectivas acciones.

[4] Nótese la nueva identificación de ambas en la p. 170, igual que en otros momentos: todo lo que se dice de la ciudad es aplicable a la mujer, y viceversa.

[5] Jugando del vocablo se añade que Santafé tiene que vencer «la resistencia muerta de las fuerzas vivas» (p. 173).

[6] Remito para más detalles a mis trabajos: Carlos Mata Induráin, «La herencia del 98. Félix Urabayen o el idilio entre Vasconia y Castilla»Pregón Siglo XXI, núm. 12, Navidad de 1998, pp. 23-27; «Toledo, ciudad dormida. El retrato físico y moral de la “imperial ciudad” en la narrativa de Félix Urabayen», en Kay M. Sibbald, Ricardo de la Fuente y Joaquín Díaz (eds.), Ciudades vivas / ciudades muertas: espacios urbanos en la literatura y el folklore hispánicos, Valladolid, Universitas Castellae, 2000, pp. 217-234; y «Toledo en la narrativa del 98 y del Regeneracionismo: Camino de perfección (1902) de Pío Baroja y Toledo: Piedad (1920) de Félix Urabayen», en Manuel Casado Velarde, Ruth Fine y Carlos Mata Induráin (eds.), Jerusalén y Toledo. Historias de dos ciudades, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2012, pp. 215-231.

«Don Amor volvió a Toledo» (1936), de Félix Urabayen: la identificación entre Toledo y Leocadia (1)

En esta novela de Félix Urabayen, Leocadia es la hija de Daniel, uno de los tres hermanos Meneses. Al morir pronto su madre, fue educada en un ambiente de tolerancia y despreocupación, de forma que ha podido formar una personalidad propia, un carácter enérgico e independiente. El rasgo más destacado de esta joven es su hermosura:

Pero la belleza de Leocadia rendía a propios y extraños, sin que ninguno acertase a definir dónde estaba el origen de aquella atracción inexplicable. Para unos era su palidez de flor semita, siempre encerrada en el gheto; para otros, el empaque señorial y castizo a la par, la arrogancia y gallardía de su figura; éstos habían sorprendido el secreto de su encanto en el detalle; aquéllos, en el contraste de las facciones perfectas sobre el fondo de la piel infantil (pp. 28-29)[1].

La identificación con la ciudad se subraya en estas primeras páginas de la novela merced a la alusión al color verdoso de sus ojos, «tan maravillosos y cambiantes como las aguas del Tajo» (p. 29). Su condición de mujer hermosa y rica le hace tener mil admiradores, pero lejanos, de forma que ha llegado a los veintitrés años sin una sola declaración amorosa, precisamente porque despierta demasiados deseos. Todos la admiran de lejos, como adoradores platónicos: «Nada de acercarse al ideal», comenta el narrador (p. 30). Cuando se habla, en tono lírico, de que Toledo llora su viudedad de emperatriz, esta circunstancia permite una nueva identificación entre ambas:

Y pensaba Leocadia que aquella riqueza y hermosura de Toledo, tan ponderadas por todos, eran como ella misma, una lápida magnífica puesta sobre su corazón, bajo el cual, hondo, soterraño y silencioso, corre un río arrastrando una pena muy antigua… (p. 31).

El río Tajo a su paso por Toledo

La acción de la novela comienza propiamente al final del capítulo III, cuando Daniel y Sebastián visitan a su hermano sacerdote, Inocente, para tratar de un asunto grave, los amoríos de Leocadia, cuya exposición se pospone al capítulo cuarto: ocurre que la muchacha tiene un amante, Serafín, el chico de Santiago Garrido, un plebeyo enriquecido. La desigualdad social entre Leocadia y el muchacho (descrito como tonto, guapo y rico) no puede ser tolerada, porque «Leocadia es el fruto refinado de muchos siglos de civilización. Han hecho falta cientos de generaciones para producir esta flor de galanía en la que se juntan la gracia agarena, la majestad romana, la pureza helénica, la esbeltez judía y el atractivo picante de la mujer moderna» (pp. 63-64). Nótese cómo los rasgos aplicados a la muchacha son extensibles a la ciudad de Toledo.

El capítulo V está dedicado a la descripción de Serafinito, muchacho consentido que no ha estudiado ninguna carrera y que se considera poeta, eso sí, con unas faltas de ortografía garrafales; el narrador lo presenta como un «hortera injerto en periodista» (p. 73) que tiene la osadía de entrar a saco en la ciudad y en Leocadia. Leocadia no quiere casarse con él: está cansada de amores de lejos, pero el candidato que le ofrecen es tonto y no lo acepta, afirmando que preferiría ser monja. Así las cosas, el padre o los tíos de la muchacha la acompañan siempre, constituidos en «escuderos permanentes de la virtud familiar» (p. 85). Ella es quien, en uno de sus paseos, establece la relación entre el paisaje de Toledo y su propia persona:

En lo hondo de aquel barranco rugía el Tajo; en lo alto el monte albeaba un santuario entre calveros pajizos y peñascos desgarrados. Una barrera de olivos en actitud orante velaba el reposo letárgico de los abandonados cigarrales. El brujo ensalmo de tanta ruina turbaba el espíritu de Leocadia. Frente a frente de estos pingajos rurales, arrugados y sucios, trascendiendo a vejez y muerte, como sudario de agonizante, se afligía, cerraba los ojos y sentía ganas de llorar. Parecíale asistir al espectáculo de su propia vejez y no lograba serenarse hasta que, de vuelta en casa, el espejo le devolvía la imagen de su juventud (pp. 86-87).

Cuando los otros hermanos están ausentes, es su tío Inocente, el cura, quien la tiene a su cargo, haciéndola sufridora de sus pesados discursos eruditos. Leocadia, que parece una diosa entre ruinas de un templo pagano (p. 91), comenta con su tío el despojo de la ciudad y opina que, si siguen desapareciendo sus tesoros al mismo ritmo, pronto no quedará nada en Toledo, a lo que responde el sacerdote:

No lo creas. En Toledo hay algo que sobrevivirá a todas las rapiñas y vandalismos indígenas y extraños. Su secreto no está en los monumentos, ni en la riqueza de los templos, ni siquiera en su luz, como suponen los pintores, ni en su pasado, como pretenden los novelistas. Está en la entraña de la ciudad, fecundada por tres razas viejas y artistas que pusieron en ella lo mejor de su espíritu y no se resignan a abandonarla. Desde más allá de la muerte velan su letargo y ahuyentan de sus puertas al espíritu malo del progreso, enemigo de la poesía y de la historia. Toledo pertenece a las sombras, a los fantasmas, a las evocaciones y a la tradición. Por eso es estéril. Sigue entregándose un poco a todos: al artista, al viajero, al literato, al hombre vulgar. Cada cual piensa poseerla íntegra, pero ella guarda su secreto y resbala sobre el amor de todos. Porque sabe que el día en que ese amor sea verdadero y fecundo está condenada a morir… (pp. 93-94).

En estas palabras se anticipa el final de Leocadia y de la novela: cuando esta encuentre un amor verdadero, vivificador, el del ingeniero Santafé, morirá[2].


[1] Citaré por Félix Urabayen, Don Amor volvió a Toledo, Madrid, Espasa-Calpe, 1936.

[2] Remito para más detalles a mis trabajos: Carlos Mata Induráin, «La herencia del 98. Félix Urabayen o el idilio entre Vasconia y Castilla»Pregón Siglo XXI, núm. 12, Navidad de 1998, pp. 23-27; «Toledo, ciudad dormida. El retrato físico y moral de la “imperial ciudad” en la narrativa de Félix Urabayen», en Kay M. Sibbald, Ricardo de la Fuente y Joaquín Díaz (eds.), Ciudades vivas / ciudades muertas: espacios urbanos en la literatura y el folklore hispánicos, Valladolid, Universitas Castellae, 2000, pp. 217-234; y «Toledo en la narrativa del 98 y del Regeneracionismo: Camino de perfección (1902) de Pío Baroja y Toledo: Piedad (1920) de Félix Urabayen», en Manuel Casado Velarde, Ruth Fine y Carlos Mata Induráin (eds.), Jerusalén y Toledo. Historias de dos ciudades, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2012, pp. 215-231.

Las evocaciones histórico-literarias en «Don Amor volvió a Toledo» (1936), de Félix Urabayen

Aquí y allí en la novela de Félix Urabayen se ofrecen apuntes o, a veces, digresiones más largas sobre diversos personajes y hechos relacionados con la ciudad. Por ejemplo, a propósito de los negocios de confitería de los Garrido, se habla por extenso de los gremios y de las escasas fábricas. En sus viejas callejuelas todavía pueden vislumbrarse las sombras de numerosos personajes ilustres (literatos, artistas…) que vivieron en ella, y el narrador va desgranando parcialmente el pasado histórico y artístico de la ciudad. Se explica, por ejemplo, que la historia de Castilla es la de la ciudad (pp. 124-125)[1]. En el capítulo I de la segunda parte se insiste en ese abolengo artístico y literario de Toledo: «Y es que la Humanidad no ha tenido más que dos Toledos: uno, el actual, y otro, anterior a Cristo, que se llamaba Atenas» (p. 144).

Vista de Toledo

Cuando se recuerda que apenas existe la industria en esta «Sión chismosa y beata» (Urabayen habla de «virginidad industrial», p. 144; Toledo fue siempre más bien «orfebrería de oficios y escuela de pulimentos y primores», p. 150), se introduce una extensa digresión sobre las ordenanzas municipales, sobre los cambios operados con Juan II, la decadencia en el siglo XVI, los gremios, etc., apoyándose en la autoridad del historiador Martín Gamero. «La Atenas española se niega a someterse a las leyes naturales de la conservación. Prefiere morir a transformarse» (p. 151), apostilla el narrador. «Y por su mala ventura sucedió un día…». Este proceso de decadencia progresiva se hace patente también en la identificación entre Toledo y Leocadia, que analizaré en próximas entradas[2].


[1] Citaré por Félix Urabayen, Don Amor volvió a Toledo, Madrid, Espasa-Calpe, 1936.

[2] Remito para más detalles a mis trabajos: Carlos Mata Induráin, «La herencia del 98. Félix Urabayen o el idilio entre Vasconia y Castilla»Pregón Siglo XXI, núm. 12, Navidad de 1998, pp. 23-27; «Toledo, ciudad dormida. El retrato físico y moral de la “imperial ciudad” en la narrativa de Félix Urabayen», en Kay M. Sibbald, Ricardo de la Fuente y Joaquín Díaz (eds.), Ciudades vivas / ciudades muertas: espacios urbanos en la literatura y el folklore hispánicos, Valladolid, Universitas Castellae, 2000, pp. 217-234; y «Toledo en la narrativa del 98 y del Regeneracionismo: Camino de perfección (1902) de Pío Baroja y Toledo: Piedad (1920) de Félix Urabayen», en Manuel Casado Velarde, Ruth Fine y Carlos Mata Induráin (eds.), Jerusalén y Toledo. Historias de dos ciudades, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2012, pp. 215-231.

La trilogía toledana de Félix Urabayen

Para centrarme ya en las tres novelas de Félix Urabayen ambientadas en Toledo (Toledo: Piedad, Toledo la despojada y Don Amor volvió a Toledo), citaré unas palabras de Juan José Fernández Delgado que resumen su importancia y sus características principales:

… podemos afirmar que en la trilogía toledana Urabayen se revela como excelente novelista que logra fusionar absolutamente el elemento simbólico con lo simbolizado: el tañido de las campanas, la tristeza del paisaje y el aspecto mutable e inaprensible, se plasman en su integridad y de forma exquisita en la mujer que les simboliza; además se nos presenta con enormes dotes para la crítica, y poseedor de acrecentadas cualidades para la observación del entorno social, y con un amplio poder evocador de ambientes pretéritos y un lenguaje clasicista acorde con esos ambientes novelescos. Desde su presente interpreta la historia de Toledo como justificante de su momento actual y, a través de ella, la historia de Castilla. […] A su vez, la ciudad, erigida en protagonista, es tratada en su forma real y social y también simbólica, e intuida como capaz de generar el hombre salvador de España. Su figura, su color y sus sonidos; el abrazo eterno y estéril con el Tajo, los cigarrales y alrededores, fundido todo con evocaciones de tiempos y personajes pretéritos que dejaron huella en la ciudad, están tratados con tal maestría que hacen de Urabayen intérprete sin par del paisaje, de la vida y del alma de Toledo[1].

Vista de Toledo

De las tres novelas dedicadas a Toledo, voy a dedicar mi análisis a la tercera, que viene a ser un compendio temático y estilístico de toda la trilogía, como ya destacó Fernández Delgado. En efecto, muchas de las ideas expuestas en Toledo: Piedad (1920, con una 2.ª edición en 1925) y en Toledo la despojada (1924) reaparecen y hallan su culminación expresiva en Don Amor volvió a Toledo (1936). En la primera ya se apuntaba una cuestión básica en el pensamiento de Urabayen, la idea de que Vasconia debía fecundar a Castilla o, en general, el Pirineo a España (cfr. las pp. 76, 82, 312, 343 y ss.). También se plasmaba ahí la imagen de una Toledo, si no muerta, por lo menos aletargada, sumida en profundo sueño (véase, especialmente, la p. 329). Si en ella las ideas regeneradoras de Urabayen encuentran como cauce de exposición la autobiografía del navarro Fermín Munguía, en Toledo la despojada el planteamiento fundamental vendrá dado por la identificación de la ciudad con el personaje de la Diamantista, mujer amada por varios personajes (las «larvas») que, lejos de fecundarla y hacerla fructificar, colaboran a su ruina y destrucción. En Don Amor volvió a Toledo Urabayen retomará esta técnica simbólica de la identificación entre la ciudad y una mujer, en este caso Leocadia, de la que se narran sus sucesivos amoríos, que culminarán con un fracaso completo de sus posibilidades de salvación[2].


[1] Juan José Fernández Delgado, titulado Félix Urabayen. La narrativa de un escritor navarro-toledano, Toledo, Caja de Ahorro de Toledo, 1988, p. 114.

[2] Remito para más detalles a mis trabajos: Carlos Mata Induráin, «La herencia del 98. Félix Urabayen o el idilio entre Vasconia y Castilla»Pregón Siglo XXI, núm. 12, Navidad de 1998, pp. 23-27; «Toledo, ciudad dormida. El retrato físico y moral de la “imperial ciudad” en la narrativa de Félix Urabayen», en Kay M. Sibbald, Ricardo de la Fuente y Joaquín Díaz (eds.), Ciudades vivas / ciudades muertas: espacios urbanos en la literatura y el folklore hispánicos, Valladolid, Universitas Castellae, 2000, pp. 217-234; y «Toledo en la narrativa del 98 y del Regeneracionismo: Camino de perfección (1902) de Pío Baroja y Toledo: Piedad (1920) de Félix Urabayen», en Manuel Casado Velarde, Ruth Fine y Carlos Mata Induráin (eds.), Jerusalén y Toledo. Historias de dos ciudades, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2012, pp. 215-231.

El paisaje de Toledo en «Don Amor volvió a Toledo» (1936), de Félix Urabayen

Como ya anticipaba, Félix Urabayen es gran paisajista, y en el desarrollo de la novela[1] describe con acierto los pintorescos lugares de la ciudad, las vistas del paisaje circundante, etc. El narrador siente y nos hace sentir el dolor de las heridas visibles en la piel de la ciudad, sus ruinas (p. 31); describe el tañido de sus innumerables campanas (por ejemplo, en la p. 90); menciona la costumbre de los paseos por el Tránsito, la «estufa toledana», con sus vistas de San Cristóbal, la Vega Baja, Buenavista, los cigarrales… (pp. 85-86), sin olvidar una alusión a los numerosos turistas que recorren la ciudad. Gran importancia adquiere su visión del río Tajo (pp. 86-87). La vieja Toledo aparece como un remanso de paz y de arte que está sufriendo los efectos devastadores de la piqueta y de las empobrecedoras reconstrucciones con ladrillo (p. 88). La idea —expuesta por el capellán— es que debería construirse una ciudad nueva, en vez de destrozar la antigua de forma tan tosca.

Vista panorámica de Toledo

A veces Urabayen se detiene a pintar el crepúsculo toledano: «En el oro de la tarde Toledo empezaba a sumergirse en deleite místico» (p. 90), para recrearse a continuación con el panorama de San Servando y el valle (p. 91). Una nueva descripción panorámica de Toledo la encontramos en las pp. 102-103, cuando el narrador compara sus atardeceres y sus amaneceres. También nos habla Urabayen de los privilegiados rincones de Toledo para el amor (p. 106). La introducción del pintor Gaitán sirve para reflexionar sobre el color de Toledo y «la interpretación simbólica de la ciudad» (p. 117); la conclusión es que no hay un pintor de Toledo, porque se trata de una ciudad inaprensible en su totalidad. En el capítulo V de la segunda parte leemos: «Toledo posee el silencio heroico, la soledad indispensable que ha de acompañar a toda creación artística» (p. 187[2]), y el narrador se explaya en una evocación de sus casas llenas de sol, su silencio y sosiego…[3]


[1] Citaré por Félix Urabayen, Don Amor volvió a Toledo, Madrid, Espasa-Calpe, 1936.

[2] En otro momento se habla de la plaza de las Capuchinas, donde vive el capellán, como «último reducto artístico que guarda el sabor eclesiástico de Toledo» (p. 45).

[3] Remito para más detalles a mis trabajos: Carlos Mata Induráin, «La herencia del 98. Félix Urabayen o el idilio entre Vasconia y Castilla»Pregón Siglo XXI, núm. 12, Navidad de 1998, pp. 23-27; «Toledo, ciudad dormida. El retrato físico y moral de la “imperial ciudad” en la narrativa de Félix Urabayen», en Kay M. Sibbald, Ricardo de la Fuente y Joaquín Díaz (eds.), Ciudades vivas / ciudades muertas: espacios urbanos en la literatura y el folklore hispánicos, Valladolid, Universitas Castellae, 2000, pp. 217-234; y «Toledo en la narrativa del 98 y del Regeneracionismo: Camino de perfección (1902) de Pío Baroja y Toledo: Piedad (1920) de Félix Urabayen», en Manuel Casado Velarde, Ruth Fine y Carlos Mata Induráin (eds.), Jerusalén y Toledo. Historias de dos ciudades, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2012, pp. 215-231.

La ciudad en «Don Amor volvió a Toledo» (1936), de Félix Urabayen

En el caso de esta novela de Félix Urabayen[1], como en otras del autor, no se puede hablar propiamente de un argumento. El tono ensayístico, la introducción de estampas paisajísticas, la evocación de hechos y personajes históricos o literarios (a veces con digresiones que ocupan varias páginas) rompen el hilo del normal desarrollo narrativo y remansan la acción, que se ve disgregada en cuadros sucesivos ligados, eso sí, por la presencia de unos personajes comunes. La obra consta de un prólogo (muy importante, porque en él el autor explicita las claves para la interpretación simbólica de la novela y de sus personajes[2]) y dos partes. La primera, «La terrible familia de los Meneses», sirve para presentar a los protagonistas, los tres hermanos Meneses y Leocadia, más los tres primeros pretendientes de la joven. La segunda parte, «La última aventura», está centrada en la figura del ingeniero Lorenzo Santafé, que puede convertirse, gracias a su amor, en el salvador tanto de Leocadia como de Toledo.

Cubierta del libro Don Amor volvió a Toledo, de Félix Urabayen, Madrid, Espasa-Calpe, 1936

Las dos ideas centrales desarrolladas en la novela son el despojo artístico de la ciudad y la imposibilidad de la recuperación de su estado de deterioro por la falta de industrialización. En este sentido, los personajes de los tres hermanos Meneses son claramente simbólicos; Inocente, el capellán, representa a la Iglesia; Daniel, el padre de Leocadia, es militar y simboliza al ejército; en fin, el tercero, Sebastián, el arquitecto-chamarilero, es una de las «larvas» improductivas que contribuyen poderosamente al expolio de los tesoros de la ciudad. Los tres forman parte de las fuerzas inmovilistas, retrógradas, incapaces de adaptarse a las nuevas situaciones y de dar entrada a ideas modernizadoras.

Ya en el prólogo Urabayen caracteriza a Toledo como una ciudad vieja, cargada de historia y que destila el aroma de las ciudades vetustas. Es precisamente ese peso de su pasado histórico que tiene que soportar el que la ha dejado en un estado de decrepitud y somnolencia. Toledo aparece, en efecto, como una ciudad moribunda y vencida por el peso de los recuerdos:

Ciudad vieja; ciudad celestina hecha para el amor tapado de clérigos y seglares, con sus callados entresijos de plazoletas y sus callejones amoriscados y solemnes, Toledo guarda en una sola de sus arrugas la historia de veinte ciudades juntas […] Precisamente por ser tan vieja nunca pasará de moda. Toledo es historia y no gesto ocasional. Envuelta en un paisaje de desaliento, presa entre cumbres cortadas verticalmente y rocas capaces de aguantar el empuje de los modernos Prometeos, la ciudad duerme un sueño agitado por convulsiones de angustia, pesadillas de epopeya y hedores malsanos destilados por la agotadora roña de sus rodaderos (pp. 14-15).

Urabayen menciona las tres virtudes que serían necesarias para sacarla de ese estado de sopor y decadencia: «Escuelas, ríos y árboles» (p. 16), si bien añade inmediatamente que carece de ellas tres.

La segunda gran idea expuesta en el prólogo —uno de los pilares sobre los que se sostendrá luego la identificación con Leocadia— es la presentación de la vieja ciudad como una mujer[3] que ha tenido algunos amantes fieles y muchos admiradores «más o menos dispuestos a explotarla»; los tres amantes verdaderos han sido el godo, el árabe y el judío, pueblos que la amaron de verdad y contribuyeron a su ornato y esplendor; en cambio, los admiradores circunstanciales y externos han sido los romanos, los cristianos, los artistas que la han reflejado de forma esporádica…

En próximas entradas estructuraré mi comentario en cuatro apartados: en primer lugar, esbozaré el retrato físico que de la ciudad ofrece Urabayen en esta novela; en segundo lugar, trazaré el retrato moral de Toledo y sus gentes; hablaré luego de las evocaciones de tipo histórico-literario; y, en fin, como aspecto más interesante, me detendré en la identificación entre Leocadia y la ciudad de Toledo, la mujer de carne y la mujer de piedra[4].


[1] Citaré por Félix Urabayen, Don Amor volvió a Toledo, Madrid, Espasa-Calpe, 1936. Esta edición lleva una nota aclaratoria: «Se terminó esta obra el mismo día en que estalló en España la intentona fascista. El autor no ha querido tocar ni una línea del original, aun sabiendo que lo que fueron audacias ayer serán ingenuidades mañana». Y una cita de Fernando del Pulgar, a modo de lema: «¿Qué diré, pues, Señor, de aquella noble cibdad de Toledo, donde chicos e mayores todos viven una vida bien triste e desventurada?…».

[2] Otra de las funciones del prólogo (pp. 11-17) es explicar el título de la novela: al principio del mismo afirma Urabayen que una vez vino don Amor a Toledo, en tiempos del Arcipreste de Hita, y le echaron de la ciudad, concluyendo que «Desde entonces Toledo es una ciudad jubilada por Don Amor» (p. 13). Y al final, tras recordar que la estrella de todas las ciudades viejas es Venus, nos dice que don Amor —que es ya cincuentón— ha regresado a Toledo, en pleno siglo XX, y se ha refugiado en el corazón de una mujer, Leocadia Meneses, de los Meneses de Orgaz.

[3] La identificación entre ciudad y mujer cortejada tiene hondas raíces, especialmente en las literaturas orientales. Recuérdense también, por ejemplo, los versos del romance: «Si tú quisieras, Granada, / contigo me casaría…», etc.

[4] Remito para más detalles a mis trabajos: Carlos Mata Induráin, «La herencia del 98. Félix Urabayen o el idilio entre Vasconia y Castilla»Pregón Siglo XXI, 12, Navidad de 1998, pp. 23-27; «Toledo, ciudad dormida. El retrato físico y moral de la “imperial ciudad” en la narrativa de Félix Urabayen», en Kay M. Sibbald, Ricardo de la Fuente y Joaquín Díaz (eds.), Ciudades vivas / ciudades muertas: espacios urbanos en la literatura y el folklore hispánicos, Valladolid, Universitas Castellae, 2000, pp. 217-234; y «Toledo en la narrativa del 98 y del Regeneracionismo: Camino de perfección (1902) de Pío Baroja y Toledo: Piedad (1920) de Félix Urabayen», en Manuel Casado Velarde, Ruth Fine y Carlos Mata Induráin (eds.), Jerusalén y Toledo. Historias de dos ciudades, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2012, pp. 215-231.

Toledo en la narrativa de Félix Urabayen

Sabemos que Toledo ocupa un lugar importante en la biografía de Félix Urabayen (1883-1943), ya que fue la ciudad en la que transcurrió buena parte de su vida. La misma importancia tiene en su obra, pues la «imperial ciudad» se hace presente en ella, de forma continua, tanto en sus novelas como en sus estampas, y también en obras pertenecientes a otros géneros, como el ensayo. «En Toledo nació como novelista, estampista y ensayista», afirma taxativamente su sobrino Miguel Urabayen Cascante[1]. En esta y en las próximas entradas repasaré, muy brevemente, esa presencia de Toledo en la obra de Félix Urabayen.

Vista de Toledo, por Eduardo Rosado Marcos
Vista de Toledo, por Eduardo Rosado Marcos

Por ejemplo, todo su libro Serenata lírica a la vieja ciudad (Madrid, Espasa-Calpe, 1928) está dedicado a Toledo, ya se trate de la capital, ya de distintos lugares de la provincia. La primera parte, titulada «Melodía urbana», consta de siete capítulos: «La elegía de un galán» (el Tajo, enamorado y gentil, eterno y estéril rondador de la ciudad; es idea presente también en las novelas), «La trova del surtidor» (el agua de los surtidores entona en Toledo «su trova mudéjar injerta en romance morisco»), «El canto de las campanas» (Urabayen elogia su «dulzura y renunciamiento, muy en armonía con el ambiente romántico y evocador de la ciudad»), «La balada del viento» (que tiene toda una «liturgia» en la ciudad castellana), una «Meditación devotamente artística de la calle del Plegadero» (se evoca esa «callecita de fama deshonesta y sinuosa andadura» donde el toledano puede gustar «las peligrosas dulzuras del amor jornalero»), «La agonía tragicómica del viejo Zocodover» y «Peregrinos y juglares que aún vienen al viejo zoco» (estos dos últimos dedicados a la plaza del mercado). En la segunda parte, «Melodía rural», Urabayen describe pueblos y paisajes toledanos como Polán, Hontanar, «El risco de las Paradas», Illescas, Ugena, Cubas de la Sagra, Almonacid, Consuegra…

La otra obra de este estilo, Estampas del camino (Madrid, Espasa-Calpe, 1934), incluye en su parte primera diversas «Estampas toledanas»[2], a saber: «El solar de las santas leyendas» (sobre la del Santo Niño de La Guardia), «Romance de los montes» (sobre el Santo Cristo de Urda), «Balada agridulce de un pueblo ejemplar. Navalucillos», «Responso ante la tumba de un gran cardenal» (se refiere a la tumba del cardenal Tavera, en el Hospital de Afuera, en Toledo), «Camino de Talavera», «Talavera la venerable», «Bajo la sombra poética del Castañar», «Bajo la sombra histórica del Castañar», «Grandeza y podredumbre de una fosa» (sobre Ocaña), «Plegaria de la tierra llana» (sobre Ajofrín, Fonseca, Orgaz, Mora y otros pueblos de los alrededores), «La alameda pagana de Méntrida», «Porque todo ha de pasar…» (a propósito de la romería al Cristo de la Vega reflexiona el autor sobre el estado de una Castilla moribunda, cuyos restos guarda Toledo; y escribe: «Castilla no es una mujer. Es el espíritu atormentado de todas las razas que contribuyeron a crearla», p. 146); también en «La oración del vencido» insiste Urabayen en presentar moribunda la ciudad de Toledo (cfr. la p. 156); cierran la serie de estampas toledanas las tituladas «Quimeras nocturnas» (una visión de la ciudad en una noche de luna) y «Bajo el azul metálico de Gredos». En varias de ellas se apunta y desarrolla la idea de que Toledo es trasunto de Castilla y aun de España entera (cfr., por ejemplo, la p. 165), y la contemplación de su presente estado de decadencia sirve tanto para hacer evocaciones sobre su glorioso pasado histórico como para reflexionar acerca de su futuro.

Por lo que respecta a obras de tono ensayístico, hay que recordar que Félix Urabayen escribió un amplio estudio titulado Cómo han visto Toledo y su paisaje algunos escritores del siglo XIX[3].


[1] Miguel Urabayen Cascante, en Gran Enciclopedia Navarra, vol. XI, Pamplona, Caja de Ahorros de Navarra, 1990, p. 194.

[2] La parte segunda, «Estampas de mi raza», está dedicada a la tierra vasco-navarra, el otro gran eje temático y geográfico de su obra.

[3] Remito para más detalles a mis trabajos: Carlos Mata Induráin, «La herencia del 98. Félix Urabayen o el idilio entre Vasconia y Castilla»Pregón Siglo XXI, núm. 12, Navidad de 1998, pp. 23-27; «Toledo, ciudad dormida. El retrato físico y moral de la “imperial ciudad” en la narrativa de Félix Urabayen», en Kay M. Sibbald, Ricardo de la Fuente y Joaquín Díaz (eds.), Ciudades vivas / ciudades muertas: espacios urbanos en la literatura y el folklore hispánicos, Valladolid, Universitas Castellae, 2000, pp. 217-234; y «Toledo en la narrativa del 98 y del Regeneracionismo: Camino de perfección (1902) de Pío Baroja y Toledo: Piedad (1920) de Félix Urabayen», en Manuel Casado Velarde, Ruth Fine y Carlos Mata Induráin (eds.), Jerusalén y Toledo. Historias de dos ciudades, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2012, pp. 215-231.

«La fuerza de la sangre» de Cervantes: argumento y temas

La fuerza de la sangre probablemente sea una de las menos estudiadas de entre las Novelas ejemplares y, sin embargo, es uno de los textos en los que Cervantes maneja con mayor destreza el juego entre trama e intriga. En la tradicional clasificación de los doce relatos que forman la colección cervantina, este se incluye en el grupo de los idealistas, aquellos en los que se pone mayor énfasis en la imaginación y hay más casualidades y elementos inverosímiles (como sucede también en El amante liberal, La española inglesa, La ilustre fregona, Las dos doncellas y La señora Cornelia).

En La fuerza de la sangre las desdichas de la joven Leocadia, forzada por Rodolfo, un noble excesivamente deshonesto y libertino, verán cómo las posteriores consecuencias de los hechos y los azarosos vaivenes del destino los convierten en protagonistas de una historia  singular. Encontramos aquí los temas del honor mancillado y la reparación final. En efecto, bajo el omnipresente tema áureo de la honra, se dirimen en esta novela otros asuntos como la justicia, el pecado, la virtud, la enmienda y el perdón. Ignacio Arellano ha puesto de relieve que en La fuerza de la sangre «Se entrecruzan, como en las otras novelas, una serie de temas gratos a Cervantes: la honestidad atacada, el honor, la sensualidad frente a la castidad, la moral del perdón y de la razón frente a la irracional violencia del honor obsesivo…»[1].

LaFuerzadelaSangre_Grabado

La fuerza de la sangre tiene una extensión relativamente corta. Apráiz opinaba que es una de las más perfectas e interesantes de las Novelas ejemplares. Icaza, por su parte, la considera novela de transición entre las de manera italiana y las de puro ambiente español (la acción se sitúa en Toledo). Su argumento es muy novelesco y en la acción abundan las casualidades, que refuerzan cierta sensación de inverosimilitud, como ha destacado la crítica. En opinión de Juan Luis Alborg, «Ninguna otra intención, fuera de la complacencia en el desarrollo de los sucesos, ni tampoco el propósito de describir ambientes, parece haber tenido Cervantes en esta novela»[2]. Y añade este crítico:

Aunque lo novelesco de la trama ha merecido juicios desfavorables de algunos cervantistas, son innegables las bellezas de detalle que encierra La fuerza de la sangre: el ritmo de la narración, la tersura y belleza del lenguaje, la precisión de sus descripciones y la agudeza con que se revelan aspectos de la psicología femenina»[3].

En fin, el argumento de la novela, en lo esencial, puede resumirse en las siguientes líneas: Leocadia, una hermosa muchacha toledana, es raptada y violada por un joven disoluto que, tras dejarla abandonada, se marcha a Italia. Leocadia no sabe quién es su agresor, no ha podido identificarlo. Fruto de la violación nace un niño, Luisico, que andando el tiempo resulta herido en un accidente (es atropellado por un caballo). El niño será atendido por su abuelo paterno, quien lo lleva a su casa; este cree reconocer en los rasgos del desconocido niño a su propio hijo, es decir, siente la llamada de la sangre. Cuando Leocadia acude a buscar a su hijo, descubre que la habitación donde está es la misma donde despertó de su desmayo tras haber sufrido la violación, lo que le permite conocer ahora la identidad de su estuprador. Cuando este regresa, Leocadia acepta de buena gana casarse con Rodolfo, su forzador (no sabemos hasta qué punto el tiempo de su ausencia en Italia ha hecho cambiar y madurar al personaje). Se celebra, pues, ese matrimonio que, al menos socialmente, repara la honra perdida de Leocadia. En fin, con relación a la inverosimilitud de este argumento escribe Alborg lo siguiente:

Schevill y Bonilla, aunque también aluden a la demasiada inverosimilitud de la segunda parte de la novela, formulan reproches de índole más bien moral, o social, que literario; reproches quizá no improcedentes esta vez, y que descubren un Cervantes sometido a convenciones y exigencias de la sociedad de su época, contra las cuales el genial humorista no parece sentirse en desacuerdo. Los críticos citados aluden al hecho de que Leocadia, después de haber sufrido a lo largo de varios años las consecuencias de la brutal violencia, acoja a su raptor llena todavía de agradecimiento por su tardía reparación, y sin recelo siquiera por lo que todo aquello revelaba del carácter de su esposo: «No se echa de ver en parte alguna de la novela —añaden— una sola palabra de castigo del infame delito; sólo resaltan la moral del perdón general, y el triste principio social de que la justicia ampara al fuerte y poderoso, y de que ni la hermosura, ni la pobreza, ni la deshonra, sirven de nada cuando el contrario es un joven de alta alcurnia, a quien favorecen la riqueza y el prestigio de la sociedad en que vive». Quizá, sin embargo, sea demasiado pedir, aun a la mente de Cervantes, un concepto social que en sus días apenas hubiera podido ser imaginado; por lo que el comentario que precede, más que como reproche debe ser admitido como simple constatación[4].


[1] Ignacio Arellano, Historia de la literatura española, vol. II, Renacimiento y Barroco, León, Everest, 1993, p. 692.

[2] Juan Luis Alborg, Historia de la literatura española, vol. II, Época barroca, 2.ª ed., 4.ª reimp., Madrid, Gredos, 1983, p. 110.

[3] Alborg, Historia de la literatura española, vol. II, Época barroca, p. 110.

[4] Alborg, Historia de la literatura española, vol. II, Época barroca, pp. 110-111.

«Camino de perfección», de Pío Baroja

CaminCubierta de Camino de perfección, de Pío Barojao de perfección es una de las cuatro novelas con las que en 1902 se dan a conocer los jóvenes escritores del 98 (las otras tres son Amor y pedagogía de Unamuno, la Sonata de otoño de Valle-Inclán y La voluntad de Azorín). Su protagonista, Fernando Ossorio, es el típico héroe barojiano que se debate entre el deseo de acción, la voluntad, por un lado, y el abatimiento, la inacción, por otro. Su recorrido vital reflejado en la novela ha sido equiparado a un viaje místico[1]. Así, la primera sección de la obra, ambientada en Madrid, nos muestra al personaje sumido en un estado de confusión, abatido también por el pecado. Fernando está fuertemente marcado por la presencia de la muerte (la de su padre, la de su abuelo, la de su tío abuelo…), incluso se ha sugerido que su apellido, Ossorio, evoca fonéticamente, por paronomasia, osario ‘muerte’. Está verdaderamente obsesionado, y ese estado de caos mental le conduce a una relación incestuosa con su tía Laura. Además, ha profanado un Cristo, que luego se le aparece en una serie de visiones macabras. Para escapar de ese estado de caos y abatimiento, para huir de la sombra de la muerte y el pecado que le persiguen de continuo, un amigo le recomienda salir de Madrid. Es así como Fernando inicia el recorrido de su personal camino «místico» y se encamina en primer lugar hacia una vía purgativa, dolorosa y oscura.

 

Esa vía purgativa ocurre en El Paular: allí Fernando medita en soledad, conversa con su nuevo amigo Max Schulze…, pero todavía no está purificado de su idealismo; de ahí que decida continuar su viaje, que le llevará hacia Toledo, dando paso así a la que sería la vía iluminativa de su particular camino de perfección. La llanura castellana, plena de luz y calor, ciega a Ossorio, que pasa diez días enfermo en Illescas; esta será su «noche oscura», no solo del alma, pues sus ojos también están afectados. De hecho, el protagonista parte hacia Toledo con los ojos vendados (en lo que constituye un claro símbolo de su situación personal).

Toledo representa en su pensamiento la ciudad mística por antonomasia, y así aparece en sus sueños. Sin embargo, la realidad que va a encontrar va a ser muy distinta, hasta el punto de que Toledo será para él sinónimo de oscuridad. Escribe Rafael Cansinos Assens que:

A partir del 98, se beneficia Toledo de esa atención inquisitiva, entre amorosa y hostil, que los escritores fijan en las viejas ciudades castellanas, áreas de tradición que guardan, o parecen guardar, el alma de la raza, inmutable. Los escritores, impresionados por el desastre colonial, van a interrogar a esas esfinges del pasado para pedirles la clave de la decadencia de España. Esas viejas ciudades —Ávila, Segovia, Salamanca, Toledo— son como los grandes sarcófagos donde los escritores evocan el espíritu de la muerta Castilla, haciendo comparecer a las sombras gloriosas de sus santos y de sus héroes. Como treinta años antes, en la época romántica, vuelven a ser esas ciudades hitos de peregrinaciones literarias; solo que ahora los escritores van a ellas, no a gozar simplemente de sus bellezas arqueológicas y a ensoñar en el claro de luna, sino a sentir la emoción de la raza y analizar luego serenamente sus reacciones. Van a ellas a ver la eterna representación teatral que allí se da de la España de los siglos pretéritos, que habrán de presenciar como críticos, animados de fría curiosidad[2].

Los capítulos de la novela ambientados en Toledo son los que van del XX al XXXI. En sus recorridos, Ossorio constata que la vida religiosa y espiritual de la ciudad está en decadencia. Su visión se centra más bien en el plano artístico, encarnado sobre todo en el famoso cuadro de El entierro del Conde de Orgaz, que el protagonista visita casi a oscuras. Como escribe Weston Flint, «En Toledo Fernando responde con sensibilidad estética a lo religioso. Lo estético, el artificio, como solución final, es anti-natural»[3]. En efecto, Toledo no le ha traído la luz que esperaba; sigue confuso y desesperado, continúa el estado doloroso de su alma. En Toledo sentirá la tentación del misticismo cristiano… y el amor. Pero la muerte le sigue persiguiendo: hay que recordar, en este sentido, la escena del ataúd de la niña y también el intento de seducción de Adela, que se remata negativamente, pues termina viendo en ella un muerto (confusión de erotismo, religión y muerte).

Se va a producir, por fin, el paso a la vía unitiva. La fallida relación con Adela le sirve a Fernando para conocerse mejor a sí mismo, y de nuevo toma ahora la decisión de partir, esta vez hacia el Levante. Allí, en los pueblos de Yécora y Marisparza, sentirá su alma vaciada, encontrará por fin la paz, en contacto con la naturaleza, en una especie de unión extática con ella. Por vez primera Ossorio se siente fuerte, enérgico, seguro de sí mismo. Se casa y tiene descendencia, pero el final de la novela queda abierto: su hijo (parecen sugerir las últimas líneas del relato) se verá abocado a repetir su misma lucha. El camino de perfección seguido por el protagonista se prolongará en la generación siguiente…


[1] Ver Weston Flint, «Mística barojiana en Camino de perfección», en Alan M. Gordon y Evelyn Rugg (eds.), Actas del Sexto Congreso Internacional de Hispanistas, Toronto, University of Toronto, 1980, pp. 252-254, al que sigo en este resumen.

[2] Rafael Cansinos Assens, «Toledo en la novela», en Obra crítica, tomo II, Sevilla, Diputación de Sevilla, 1998, pp. 329-330.

[3] Flint, «Mística barojiana en Camino de perfección», p. 253.